Depeche Mode: la venganza de los cuchachos contra el estúpido reguetón

Depeche Mode: la venganza de los cuchachos contra el estúpido reguetón

La banda británica, en su segunda visita a Colombia, dio el mejor concierto de lo que va del año. Crónica de Iván Gallo desde el parque Simón Bolívar

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marzo 17, 2018
Depeche Mode: la venganza de los cuchachos contra el estúpido reguetón

Se prendieron las luces y nadie quería irse. “Me caben cuatro más” gritaba un fan deshecho por la tristeza. Sabía que difícilmente volvería a estar en un concierto de Depeche Mode. Es probable que Spirit Tour sea la última gira de la banda. David Gahan ya no pasa sus noches en vela agitándose las venas con morfina. El fantasma de la sobredosis que lo tuvo muerto durante tres minutos después de un concierto en 1996 ya ha quedado atrás. Ahora sólo queda el cansancio, la tentación de la jubilación al lado de la esposa, de los tres hijos, de la garantía que da ser una leyenda absoluta de la música electrónica a los 55 años.

Anoche Depeche Mode tocó en el Simón Bolívar como si el mundo se fuera a acabar mañana. Cómo si los 2.600 metros de Bogotá fueran un mito que se inventaron algunos equipos de fútbol brasileños para no correr demasiado. Desde que arrancaron con Going Backwards, la banda de Martin Gore vino a dejar claro que ellos no se resignan a vender nostalgias. Spirit, su nuevo álbum, tiene la fuerza y la ira que no le sentíamos desde 1992 cuando cambiaron la historia de la música con Songs of faith and devotion. Los himnos de siempre se cantaron con la solemnidad correspondiente: yo me puse la mano en el pecho y dejé que las lágrimas salieran como un torrente mientras David Gahan desgranaba Enjoy of the silence, pero dieron con autoridad golpes sobre la mesa mostrando nuevas canciones que se convertirán rápidamente en clásicos como Where’s the revolution o reinventándose con nuevas versiones de temas entrañables como Strangelove convertida en una delicadísima balada en la voz de Martin Gore. Pocos grupos, después de 40 años de estar en la marcha, pueden mostrar una vigencia tan arrolladora como los siempre provocadores Depeche.

Dos horas antes del concierto, además de los cierres de vía, parecía otro viernes en las inmediaciones del Parque Simón Bolívar. La efectiva logística de los organizadores evitó tumultos, filas agobiantes, las esperas interminables que hacen de los conciertos un placer tan desgastante. Los jóvenes, entregados a la influencia de Maluma, se mantuvieron afuera. Era más bien un plan de cuarentones, de gente como yo que ya no puede saltar tanto por los tornillos que llevamos en las rodillas, por los kilos de más. De cuchachos que vivimos llorando el rock, que no nos dimos cuenta a qué horas se murió, y que ahora, en la dictadura de la subjetividad, tenemos que resignarnos a convivir con el mal gusto, con una música que es incapaz de perdurar en el tiempo, con los éxitos de hoy que se convierten rápidamente en la basura de mañana. Por ahí, entre el público, uno alcanzaba a ver algún quinceañero entregado al poder de Depeche Mode al lado de su papá, sonidos de la infancia, de la cuna. Un sueño que en una noche de viernes se volvía realidad.

El sonido que escuchamos ayer fue purificador, casi celestial. Fue la dulce y necesaria venganza del pasado que nos mira desde su irrefutable superioridad moral para recordarnos que esos sonidos difícilmente regresarán. Por eso es que anoche pasaron tan rápido esas dos horas de pura música, por eso es que, después de Personal Jesus, la última canción del show, nadie se quería ir y sí, nos cabían cinco, seis más. Anoche, por dos horas, el reggetón y todo lo malo del mundo desapareció gracias a Depeche Mode

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