Cuando leí el título me capturó de inmediato. Lo arranqué del estante y me dirigí a la caja a pagarlo. Antes de que el avión despegará ya lo estaba leyendo. Por meses y con ocasión de esa espesa y confusa temporada que son las elecciones en el país, he tenido la sensación de cierta anomalía de la democracia en Colombia; en su concepto y en su realidad. Desafortunadamente, y así lo afirman los autores Steven Levittsky y Daniel Ziblatt, en su libro Cómo Mueren las Democracias, se trata de un fenómeno global que ha puesto en riesgo incluso a las grandes potencias mundiales y que, se enmarca (pero no se reduce) al ascenso y triunfo de los personajes más nefastos para cualquier sistema democrático: los autócratas.
Por definición, una democracia y un autócrata no pueden coincidir. Son excluyentes en la representación y en la práctica. Lo que no significa que los autócratas no existan desde hace mucho y permanezcan al acecho. Todos esos personajes que están dispuestos a torcer lo que sea necesario para conservar y concentrar su poder encuentran en los sistemas democráticos el principal obstáculo de sus caprichos y cegueras. Si la democracia triunfa el autócrata será vencido, y viceversa.
No obstante, un delicado fenómeno en esta contradicción se viene presentando desde hace algunos años. Antes, y así lo afirman los autores, los autócratas accedían al poder gracias a la interrupción y estrangulación de la democracia, como por ejemplo en un golpe militar o la anulación irregular de las elecciones. En la actualidad, sucede algo distinto e inquietante: el autócrata nace y germina dentro del mismo sistema y se personifica como un candidato mas, que somete su discurso -rara vez sus propuestas existen- a elección popular. Casi siempre enarbola una lucha contra las grietas del sistema y anuncia que, con él, llegará el final de la corrupción y el castigo severo a la desvergüenza de los políticos tradicionales. En esas ideas fascinantes y entretenidas, para un público cansado, molesto y distraído, el autócrata en ciernes disfraza su incompetencia y su proyecto secreto de prolongar su poder en el tiempo.
Por supuesto no todo aquel que luche contra la corrupción (la otra enfermedad terminal) puede catalogarse como un autócrata. En ese sentido lo más valioso de la primera parte de Cómo Mueren las Democracias es el listado de atributos que, a partir de hechos históricos y antecedentes de personajes reales, posee el perfil del autócrata. Una enumeración que con seguridad será útil para observar la personalidad y discursos de más de uno de los candidatos de las elecciones que se vienen en ocho días.
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El autócrata rechazará o tendrá un débil compromiso con las reglas de juego de la democracia, como cuando se niega a reconocer resultados electorales adversos y habla de fraude de forma anticipada
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En primer lugar, el autócrata rechazará o tendrá un débil compromiso con las reglas de juego de la democracia: por ejemplo cuando se niega a reconocer resultados electorales que le son adversos y habla de fraude de forma descuidada y anticipada. Segundo, negará la legitimidad política de sus oponentes en la contienda. Como cuando se afirma que los otros candidatos son criminales o que representan un riesgo para la existencia misma del Estado o del modelo de vida imperante. El tercer atributo, al cual se le debe prestar atención especial dadas nuestras circunstancias, es la tolerancia y defensa de la violencia como forma de interlocución en el debate político; ya sea inobservando o promoviendo los ataques a sus contendientes o a sus alianzas con grupos al margen de la ley. Por último, el autócrata tiene una disposición sustancial a restringir las libertades individuales y de los medios de comunicación: con el propósito de reducir el margen de acción de las criticas y dudas que su eventual o actual gobierno pueda recibir.
Con seguridad, a nuestros queridos lectores y lectoras, más de un personaje se les habrá venido a la cabeza luego de leer el listado de atributos del autócrata. Sin embargo y ojalá de cierta forma, estas señales de advertencia le sirvan para cuestionar o confirmar -así sea por una última vez antes de votar- su decisión. Nunca hemos sido los mejores para evitar nuestro destino pero siempre hay tiempo para una primera vez.