Hablar de democracia en Colombia como en otros lugares del mundo es poder hablar de derechos fundamentales, de principios que destacan la igualdad de oportunidades para cada uno de los ciudadanos que configuran el démos de la nación y de libertades que permiten el ejercicio de derechos políticos y civiles que resaltan la no intervención de terceros en las decisiones y voluntades de los asociados a esta particular forma de gobierno.
De igual manera, hablar de democracia en Colombia es poder dar cuenta de la existencia de reglas mínimas que legitiman cursos de acción que robustecen el aparto institucional y propenden por el cumplimiento de objetivos que redundan en el bien común de los ciudadanos y el estamento institucional.
A la par, hablar de democracia es incentivar la participación ciudadana en la esfera pública, es democratizar las formas y los espacios comunes que hacen posible la discusión colectiva; es también poder alentar un espíritu crítico, constructivo y de contrapeso frente a referentes autócratas y totalitarios que pretendan desdibujar el sentido y el ideal de la misma.
Hablar de democracia, es poder hablar de alternancia, de inclusión y pluralidad, es más, hablar de democracia en nuestro país como en otros tantos, es poder hablar de expectativas de vida, de bienestar económico, de la materialización de grandes promesas derivadas del mundo del capital y de la justa redistribución de los recursos como un sinónimo de igualdad entre las partes.
En el mismo sentido, hablar de democracia implica hablar de responsabilidades, de deberes individuales y colectivos; de sinergias que propenden por la simetría en el poder y por transformaciones que deriven en Estados sólidos, fortalecidos, capaces de atender las necesidades de sus habitantes y dar sentido a los criterios que dan forma a este ideal.
Sin embargo, la paradoja que enfrenta la democracia no solo en Colombia, sino en otros países, es que su configuración como lo indican diversos autores entre los que podrían destacarse Sartori, Dahl y Bobbio, es que ésta se encuentra alineada en gran medida al vértice de lo ideal, al plano del deber ser, a las estructuras de los marcos normativos y no al hacer pragmático que conllevan los escenarios reales de la sociedad.
Así pues, no es de extrañar que la inserción de la democracia en Colombia en el escenario factico se encuentre plagada de vicios, incertidumbres y desapegos; toda vez que las reglas mínimas que guían este tipo de procesos no son la directriz que más beneficia a la sociedad en general, sino un cúmulo de jugaditas que pretenden acallar al adversario o al opositor; la imposición de ordenes que determinan el sentido de los votos aún en los máximos órdenes de deliberación pública y el surgimiento de encrucijadas en el alma que nos ponen al límite de ordenes autocráticos y contrarios a la democracia misma.
Aunado a lo anterior, la perdida de vitalidad de la democracia en nuestro territorio, sigue denotándose y acentuándose con la captura del poder por parte de elites tradicionales que limita la alternancia política, perpetuán barones y feudos electores, y convierten la política institucional en cofradías que responden a intereses particulares y no a mínimos de bienestar; además, esta mal sana costumbre acrecienta los márgenes de desigualdad, aumenta las brechas de exclusión, a la par que ratifica la concentración de la riqueza y el poder en manos de unos cuantos avariciosos que vuelven poroso el sentido y los criterios de la democracia.
Transversalmente, las paradojas que se ciernen sobre el modelo ideal de la democracia, siguen encontrando nicho en nuestro escenario político, convirtiendo con ello la discusión pública y el disenso, no en herramientas de construcción colectivas, sino en vehículos de deslegitimación, negación y convalidación de acciones que convierte a la contraparte, al ellos, en enemigos, en elementos transgresores, sediciosos y alejados del orden que sostiene el statu quo de aquellos dirigentes y partidos políticos que ven con complacencia, como el curso político de la nación sigue navegado por aguas turbulentas, mientras ellos placidos y desconectados siguen navegando con rumbo a barlovento.
Finalmente, y en estrecha sintonía con lo expresado por Roberth Dahl, ninguno de nosotros podría pensar que se pueda alcanzar un sistema perfectamente democrático, debido en parte a la cantidad de limitaciones que nos impone el mundo real; realidad y limitaciones que para el caso colombiano son mucho más difusas, oscuras, manipulables en su discurso, difíciles de definir, ambiguas en su sentido, violentas en su accionar y contrarias al propósito general de la democracia ya sea esta una forma de gobierno, un mecanismo de organización política o una experiencia social construida en el día a día.