Nuestra idea de democracia se asemeja a algo así como nuestra infancia. Nuestra madre nos permite hacer casi todo lo que nos da la gana, pero muchas veces nos tensa la cuerda, lo cual no nos gusta y protestamos, algunos de manera abierta, otros de forma solapada, pero todos refunfuñamos. Estas libertades se van reduciendo a medida que crecemos y la cuerda tiende a tensarse aún más con el paso del tiempo. No dejamos de protestar, solo que ahora, eso que llamamos civilización, hace cada vez más que nos controlemos en un acto de autocoacción generalizada. Este, que es un proceso normal, ligado al hecho apenas natural de hacernos adultos, sucede en todas las sociedades humanas.
Ahora bien, en nuestra “matria” Colombia, una nación con cinco regiones tan disimiles, como dispares, y con diferencias étnicas y culturales notables, la idea de democracia se hace muy heterogénea y nuestro sistema educativo no ha logrado aún homogeneizar bien nuestras percepciones políticas con nuestras ideas del Estado y con nuestras normas constitucionales. Por ello cada quien asume a Colombia como dios le da a entender y como más le conviene, especialmente si se cuenta con dinero para comprar voluntades, pero pocas veces como debe ser para el bien de todos los que la habitan. Al mismo tiempo, en esa relación odiada, pero necesaria con el otro, los que están fuera de nuestras fronteras nos ven como un país que no ha madurado políticamente, aunque tengamos experiencias democráticas de larga data, incluso por encima de países con mayor presencia en la historia mundial.
Asumir la libertad de protestar por lo que no nos gusta de las acciones del gobierno o por las injusticias sociales no se percibe igual en todo el territorio de este país. Décadas enteras de violencia fratricida no permiten que cada ciudadano reconozca la importancia de asumir sus responsabilidades políticas y que actúe acorde con ello porque sencillamente hay miedo. Se nos ha inculcado bien que protestar está mal. Esta “matria”, y le llamo así porque la nación es ante todo femenina, no es solo la que nos vio nacer, también requiere de la voluntad de todos para que pueda tener sentido y legalidad, pero, sobre todo y que no nos quede ninguna duda de ello, de legitimidad social.
Sin embargo, el Estado colombiano opera con o sin nuestro reconocimiento, y no digo funciona, porque no es cierto que funcione, y a menos que nuestra idea de la funcionalidad estatal sea romántica, este solo actúa a través de sus agentes para sostener ciertos privilegios y estructuras sociales que no se corresponden con las ideas defendidas en las leyes. Si le diéramos vida al Estado, ¿cuál sería su propósito?, ¿qué es lo que busca proteger? El nuestro es un aparato burocrático que depende de cada voto para legitimarse, pero a cuyos representantes solo les basta con la aprobación que dan las elecciones. Por ello se aseguran bien de obtener la ganancia electoral a como dé lugar y nada más. ¿A qué líder político que ha ganado en las urnas le importan aquellos que le han concedido el poder una vez que es obtenido?
He aquí la diferencia entre país soñado y país real en el caso colombiano. Aún no hemos aprendido a protestar por nuestro poder político, el de cada individuo, a valorar que cada voto sostiene nuestra democracia, con sus edificios gubernamentales, sus fuerzas armadas y todo eso que llamamos infraestructura. Solo nos conformamos con migaja, y algunos con el desprecio que implica comprar un voto. ¿Acaso no es lo que siente el que piensa que comprándolo se adquiere todo el poder que implica? De esta manera, desligados de nuestra capacidad individual para defender lo que cedemos con el voto, y asustados y miedosos por expresar abiertamente lo que sentimos, cada cual es forzado a pensar únicamente en su individualidad y en sus propios intereses, cuando lo que está en juego es la capacidad para entender que al votar no se regalan las voluntades, solo se prestan y siempre, siempre regresan a sus directos y legítimos dueños, los votantes. ¿Por qué otra razón se realizan elecciones cada cierto tiempo? Para que el poder que se cede recircule, no para que permanezca, de lo contrario, caeríamos en otro modelo distinto al de la democracia.
Si al menos dos terceras partes del país lograran entender esta premisa, no importa bajo qué espectro político estuviese el país gobernado, el rumbo sería distinto, porque sencillamente. Una gran mayoría de sus habitantes defenderían sus derechos a cambiar de opinión, a decidir que nuestra finca, es eso, nuestra y que, al ser propiedad colectiva, nos pondríamos de acuerdo en montar y desmontar del poder a quien nos diese la real gana, y digo tácitamente que real, porque el poder es nuestro. Así de simple.
Lo anterior podría sonar a pensamiento subversivo, izquierdista o mamerto, pero no lo es. Está escrito en nuestra constitución, con la misma legitimidad jurídica con la que se nos pide que respetemos las instituciones y el Estado de derecho y no hay en ella ninguna jerarquía que indique que lo que se defiende en las protestas tiene menos validez que lo que intenta proteger el Esmad. No soy ingenuo al pensar que estas ideas expresadas en leyes deben ponerse en práctica en nuestros modelos educativos. Soy consciente de que el estatus social y la tradición pesan más que los cambios generacionales, sin embargo, me pregunto, ¿para qué se hicieron esas normas escritas en nuestra carta magna?, ¿son solo papel, un engaño?
La protesta social es la expresión más fiel de lo que estoy escribiendo en estas líneas. ¡Dejémonos de tonterías de una buena vez y por todas! ¿Cuál, si no hay otra manera de hacerse visible, es la vía que debe tomar una población que tiene uno de los salarios más bajos de América y con una carestía de vida dos veces mayor que la de aquellos con salarios mínimos similares (esto sin mencionar otros problemas sociales igualmente acuciantes)? Pretender que Colombia entera viva como si nada estuviese pasando es, a falta de otra palabra, canalla. Yo le sumo ruin y mezquino.
Protestar es nuestro derecho. Eso lo sabe muy bien, por ejemplo, Álvaro Uribe Vélez, quien arengó a sus seguidores a que salieran a la calle a sentar su voz de inconformidad, cuando le pareció conveniente, pero ahora que no le parece que la gente esté inconforme frente a la “violencia legítima del Estado” presiona para que salgan los tanques y frenen los estallidos sociales a como dé lugar. Saben bien los políticos que este es un derecho popular, que en él descansa la naturaleza de la democracia, por eso evitan que la gente lo use, porque en él radica el destino de el gobierno.
El modelo político monárquico entró en crisis cuando la gente dejó de creer que el poder del rey emanaba de un acto divino y que este descansaba en la voluntad de aquellos que gobernaban. Fue allí cuando se pasó a la democracia. El único imperio que ha sobrevivido desde entonces, sin que se cuestione su validez, es el de la ley. Si no defendemos eso precisamente, entonces no hemos avanzado en absolutamente nada.
Colombia tiene una tradición democrática mucho mayor que la de muchas naciones en el mundo. ¿Podría dar cátedra de estabilidad política?, ¿pero a costa de qué si no podemos salir pacíficamente a la calle a protestar? No hemos comprendido que el boicot es una estrategia sistemática de los enemigos del orden. Lo manejan con una efectividad que garantiza el uso de la fuerza, los desmanes policíacos, las torturas, los asesinatos, la impunidad. Los casos recientes de uso de armas de fuego por parte de la policía son un claro ejemplo: están abriendo fuego indiscriminadamente y asesinando a gente inocente solo por el hecho consagrado en la constitución de salir a las calles a decirle al gobierno que no estamos de acuerdo.
Sin embargo, hoy nos podemos enterar de lo que está pasando al otro lado del mundo gracias al uso de tecnologías que están al alcance de casi todos. En las redes de internet pululan los videos que demuestran cuán alejado están los defensores de la ley de cumplirla. Los que salen a la calle son denominados vándalos porque canalizan sus tensiones contra bienes físicos, mientras las vidas segadas son solo eso, una cifra que cada día sube más en Colombia, sin que al país le importe.
Durante mucho tiempo hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez....