Quienes abogan por la desaparición de ciertos candidatos políticos se encuentran dentro de la categoría que llamaré antiestatistas. Pues si bien no proclaman ideas propias de un anarquismo ortodoxo, sus prácticas políticas caen en la concepción de la desaparición del Estado. Desaparición no propiamente causada por la destrucción de toda forma de autoridad, sino por el contrario, por la ausencia de una auténtica acción comunicativa, que pretenda validez, y otorgue a los demás hablantes la posibilidad de argumentar para fundamentar el proceso democrático.
Estas necesidades de la democracia no son más que las mismas que le otorgan legitimidad a los procesos democráticos. El ideal habermasiano de la ley basada en la racionalidad es un una condición para que una ley implique su justicia, y de la misma manera, para que las decisiones estatales sean las más óptimas para el bienestar de la población. Pues es precisamente de ahí, que se entiende que la decisión tomada es la mejor, la más beneficiosa, al ser debatida racionalmente por un número de personas. Por eso mismo, cuando se silencia una voz dentro de la pluralidad democrática, la misma decisión va en contravía de la deliberación, pues impide que quienes se sienten identificados con cierta corriente ideológica expongan su punto de vista. Es decir, la interrupción de la acción comunicativa de los representados y de sus representantes, reduce el nivel de legitimidad que tenga dicha práctica. Por consiguiente, el Estado empieza a perder legitimidad como representación de los ciudadanos, en un ejercicio que legisla y ejecuta.
Así, por ejemplo, hemos visto cómo durante las últimas semanas la campaña electoral se ha tornado más sombría y fatídica; militantes de diferentes lados del espectro político han sido protagonistas por sus constantes agresiones a las campañas de los candidatos políticos. Gustavo Petro y Álvaro Uribe —el segundo no siendo candidato, sino promotor de una candidatura— fueron víctimas de disturbios en sus eventos en Cúcuta y Popayán, respectivamente. Los eventos ocurridos dejaron un saldo de un atentado contra la vida de un aspirante a la presidencia, sea con disparos o piedras, diversos tipos de insultos y consignas hostiles. Y más allá del debate acerca de la complicidad de las autoridades en Cúcuta o el supuesto apoyo en Popayán, el trasfondo de los hechos deja ver profundos problemas de ciudadanía: intolerancia hacia la opinión ajena, incapacidad para el diálogo, irrespeto general hacia los demás, etc.
La cuestión es que el problema no viene únicamente de allí, ni es un fenómeno nuevo. Rodrigo Londoño, semanas antes, había tenido que concluir rápidamente su acto proselitista en Armenia, por eventuales agresiones contra su persona. En esos momentos, los argumentos que justificaban las ofensas y los daños rondaban en torno a la denominada impunidad que se había generado, según ellos, en el acuerdo de paz. Y si bien eran injustificables las acciones cometidas, se ha demostrado que dichas actitudes han logrado permear en el grueso de la población, que ahora reclama, iracunda, el rechazo y la exclusión a quien no defiende sus mismos colores. Los huevos arrojados, insultos y mentiras son los protagonistas en una época electoral que se está asomando en su recta final. Dichas cuestiones son evidencias de posturas netamente antiestatistas, que disfrazadas en el ejercicio de la libre expresión, son nocivas para un ambiente que pretende deliberar para el bienestar.
En un momento tan importante para la historia del país, nuestro llamado a caracterizar la democracia colombiana, con el respeto por la diferencia, parece estar opacado por una polarización en la que cada extremo se concibe a sí mismo acreedor de la verdad absoluta. El Estado, fundamentado en el diálogo de la acción comunicativa, y destinado a ejercer su función representativa se queda sin aire para continuar, en el momento en el que más se le necesita. Su construcción se hace cada vez más pobre en la medida en la que se acentúa la actual práctica política.Y así, quienes disfrazados de demócratas son unos antiestatistas, se constituyen a sí mismos como los autores intelectuales y materiales del mayor crimen del mundo contemporáneo: la destrucción del Estado.