El desarrollo de un país, en nuestra época de la pobreza global, es vertiginoso, mucho más cuando sus condiciones de desigualdad permiten que la riqueza se acumule en pocas manos y las privaciones y penurias no pueden ser resueltas por un Estado que privilegia políticas excluyentes para quienes se encuentran en la orilla de las necesidades económicas.
En esas condiciones la oposición entre bienestar y escasez crece con rapidez visible y la periferia de las ciudades es el espacio donde aparece la deslegitimación del Estado, que se derrumba y pierde su legitimidad.
Las altas tasas de desprotección de la niñez, reveladas por Unicef, son desalentadoras.
Quienes viven con holganzas económicas no cuestionan los conceptos de ciudadanía democrática y derechos humanos.
Aristóteles, en los años 384 a. C. a 322 a. C., expresó: “El verdadero demócrata debe velar para que el pueblo no sea demasiado pobre, pues esto es la causa de que la democracia sea mala”.
Hace apenas cincuenta años la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamó: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como está de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.
Para ponerse a tono con la modernidad tardía Colombia proclamó en la Constitución de 1991:
“Artículo 1o. Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general”.
Largo periplo de la humanidad para abordar la pretensión de vivir en un Estado social y democrático de derecho, pensando que el derecho, consagrado en el evento de nuestra Carta Magna, por el solo hecho de existir, fuera una especie de Rey Midas, es decir, que bastaba leerlo o tocarlo para que la realidad lo convirtiera en derecho realizado.
Nada más insólito, nuestra cultura política, modelada por unas élites “made in”, le han negado desde tiempos inmemoriales el derecho a los niños a recibir educación elemental, primero aduciendo razones del conflicto y ahora porque las políticas públicas deben pasar por el cernidero del posconflicto.
Privar a un niño de la educación básica a que tiene derecho es un atentado del Estado contra la indefensa condición social en que se encuentra, tanto más, como ocurre, cuando pertenece a la categoría de los vencidos por las violencias institucionales y el mercado.
Si ese el flamante modelo de desarrollo, basado en que las cosas son así porque así son milenariamente, por designios divinos y políticos, al niño se le agrede y violenta para toda su vida, agresión que se oculta con la metáfora de las estadísticas.
Si el niño se convierte en adolescente, si cae en la crisis de los “desajustes sociales” de la exclusión, si como adulto en el futuro no tiene derecho a servicios médicos, si su vida oscila entre el abandono y la precariedad, si su condición humana se pierde entre venerables dioses, opresiones e ingresos infrahumanos y, se además, se le otorga un pase vencido para que no ingrese al paraíso de los escogidos, el desarrollo humano y la ciudadanía democrática son un mito que se lava las manos en la sangre de los inocentes.
Son estas las razones mínimas para desear que la propuesta de Gustavo Petro construya una sociedad de los no excluidos.
La Colombia Humana es un código moral, no es un discurso político, es una forma de ver, sentir y obrar en sociedad, un ciudadano no puede estar sometido a ninguna clase de servidumbre pues, de lo contrario, si es el Estado el que lo prohija y lo hace, lo estaría aislando de manera perversa, como ser humano, de la especie humana. “Patria es humanidad”.
Hasta pronto.