A partir del ascenso de Hugo Chávez al poder, numerosas fueron las corrientes democráticas que asumieron el mando presidencial al sur del Río Bravo, casi todas inspiradas en el aliento vital del líder venezolano, pero también movidas por la necesidad de ponerles coto a las imposiciones imperiales, a la sazón convertidas en programas de gobierno por los mandatarios precedentes.
Esas corrientes democráticas asumieron soberanamente la tarea de resolver los más importantes problemas de sus países, encontrando que uno de ellos, tal vez el más sentido, era el de la total disposición de las castas oligárquicas a hacer lo necesario, incluido el destrozo de su sacrosanta democracia, para impedir ser despojadas de su posición dominante.
Y es aquí donde aparece la naturaleza caricaturesca de esa democracia, respetable solo para legitimar el poder político cuando son las oligarquías las que lo tienen, pero despreciable si son otros los que lo detentan.
Es cuando esa democracia pasa a convertirse en estorbo del que debe prescindirse, bien mediante truculentos montajes judiciales, como en Argentina o Brasil; bien mediante la cooptación de líderes dispuestos a traicionar, como Lenín Moreno en Ecuador; bien mediante derrocamientos, como el cometido contra Manuel Zelaya en Honduras; bien mediante la invasión de países y asesinato de sus mandatarios, como ocurrió respectivamente a Grenada y Maurice Bishop; o bien mediante criminales bloqueos económicos, como los infligidos a Cuba y Venezuela con el pretendido y afortunadamente fallido fin de obligar a estos pueblos a sublevarse contra sus gobernantes.
La democracia es, entonces, un bien fungible, susceptible de ponerse o quitarse según el arbitrio oligárquico. Nos referimos, claro, a la democracia electoral, pues otras de mayor calado, como la económica y la política, nunca las hemos tenido, y muchos ni siquiera hemos pensado en que debiéramos tenerlas.
De tener democracia económica, esta nos permitiría, por ejemplo, participar de las utilidades de las empresas patronas y de las riquezas del suelo y el subsuelo, decidir si queremos o no a la AngloGold Ashanti en nuestro vecindario y si consentimos o no que los humedales de Van der Hammen sean urbanizados.
Si tuviéramos, además, democracia política, podríamos participar, por ejemplo, en la decisión de si aceptamos o no el modelo neoliberal; de si toleramos que los medios de producción sigan siendo propiedad privada o si preferimos socializarlos.
En fin, estas potestades decisorias, que de existir harían de Colombia una democracia por antonomasia, nos ahorrarían muchos litros de sangre, los mismos que necesitamos para construir nuestras utopías. Lamentablemente, en el capitalismo nunca existirán, razón por la cual siempre tendremos que trasegar al tiempo por otros caminos para que esas utopías podamos volverlas realidad.