Demeritar la política para volver a la caverna

Demeritar la política para volver a la caverna

Todo a nombre del capitalismo salvaje, realidad tras la que financieros, empresarios y latifundistas buscarán seguir ganando sin que el caos sobreviniente los desvele

Por: Jorge Ramírez Aljure
septiembre 02, 2020
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Demeritar la política para volver a la caverna
Foto: Pixabay

Gracias al ejercicio infame a que ha llegado en nuestro medio la política, los mismos que han contribuido a su desprestigio, hoy ya alejados de los partidos tradicionales como el conservador y el liberal, se permiten, desde sus clientelistas nichos de poder, condenar a quienes pretenden revivirla en virtud de su importancia existencial y los objetivos públicos que la hacen irremplazable.

Para entenderlo partimos de la coexistencia natural entre supervivencia, economía natural – que no la capitalista posterior– y, por supuesto, política que acompañó a los seres humanos desde su origen. Sin que obraran de manera paralela en la realidad, pues este paralelismo artificial es apenas una invención científica, sino porque ninguna pudo ser anterior ni independiente de las otras en el desarrollo de la especie. Si suponemos a la supervivencia como la esencial, esta no hubiera sido posible sin el sustento alimenticio adecuado que la hiciera posible. Y lo mismo debe decirse de la política en la mejor de sus versiones, como la actividad de quienes han gobernado de forma eficiente cualquier agrupación humana que ha tenido entre sus propósitos estar vigente y lo hace aprovechando sus recursos.

Virtud esta de la política que no es de reciente aparición sino que, como lo muestra la realidad, su presencia se fue haciendo necesaria tras el lento despertar racional de la especie para lograr la supervivencia y administrar la subsistencia correspondiente, cuando elementos básicos de conservación, como los reflejos innatos, dejaron de ser suficientes para atenderlas ante la emergencia de procederes nuevos entre sus miembros, gracias al libertarismo mental que se fue apoderando de cada uno de ellos.

Acciones imprevisibles no necesariamente provechosas para la comunidad, que fueron haciendo necesaria la presencia de la auténtica política ante el desorden, la dispersión, la impotencia y la inviabilidad a que se vieron abocados los diversos grupos en diferentes épocas, y que de prosperar necesariamente los llevaría a su desaparición temprana. Somos herederos eventuales de los millones y millones de líderes que, además de manejar a sus grupos, pueblos y naciones con sabiduría, contaron con el azar, también de su parte, ante un entorno indómito y desconocido al que se agregaba la aparición de semejantes desconocidos no todos tratables en un periplo peligroso que se ha convertido en interminable.

Ahora, estimar el grado de desarrollo de estas habilidades en cada momento de la historia es un trabajo por hacer y quedará para tarea sin fin de todos los humanistas que existan, pero lo que sí está claro es que, durante el largo periodo de la evolución, aquellas se perfeccionaron al unísono para permitir la existencia de quienes hoy pueblan la Tierra, con suficiente conocimiento de su naturaleza mas no con la racionalidad suficiente para que todos la disfruten de manera ejemplar.

Aspiración esta última consagrada dentro de la civilización occidental por hitos históricos como el Humanismo Cristiano, el Renacimiento, la Ilustración y la Modernidad, que desde sus entrañas han abanderado el perfeccionamiento de la realidad, el progreso del sistema económico y la extensión de sus frutos a todos los seres humanos, a los cuales ha asignado de su propia cantera derechos irrenunciables como la vida, la dignidad y la libertad.

Pero así como la solidaridad debió imponerse en momentos cruciales de la existencia de la raza humana, cuando esta necesidad no fue tan vital, el egoísmo, también latente en el hombre y sus manifestaciones, se hizo presente en algún periodo y de manera tajante cuando el capitalismo se apoderó –en calidad de ciencia– de la fabulosa revolución industrial. El trabajo dejó entonces de ser la medida del valor de las cosas para que el precio del mercado lo remplazara, y el poder político, justificado por el afán de riqueza, se convirtiera en instrumento para disponer de los bienes de quienes carecían de protección suficiente.

Modelo económico honra y prez de la cultura mundial, tanto que la ha colocado a su servicio, pero colmado de problemas insolubles que van desde repetidas crisis internas que desvirtúan su coherencia real y efectos externos nocivos que desdicen de su bondad. Las primeras superadas a costa de la misma sociedad por virtud del daño inenarrable que le causarían al estar regida por sus cánones, y las segundas, patentes e insubsanables como su inherente inequidad, su comprobada ineficacia humana, y, en especial, la crisis climática sin soluciones desde sus postulados.

Fallas protuberantes, entre otras tantas, que dieron pie en los años 60 del siglo XX a una contracorriente filosófica conocida como posmodernidad, que en plan de cuestionarlas –a pesar de la oscuridad e irracionalidad de sus planteamientos– ha alcanzado una divulgación y efectos culturales extraordinarios en todo el mundo.

Posmodernidad que como reacción al racionalismo de la modernidad que consideraron fracasada, ha pregonado la relativización de la verdad, comenzando por desvirtuar la validez de cualquier discurso universal, promoviendo la libre interpretación de los textos por el lector, y difundiendo la idea de que el poder actuante impone los significados a sus súbditos. Una revolución conceptual discutible y confusa gracias a la oscuridad que acompaña a sus autores, cuyo primer afectado, por supuesto, ha sido el discurso científico y con él la ciencia, mientras la autenticidad de los demás ha quedado en entredicho.

En duda el conocimiento confiable lo hace también con una realidad estable. Equívoco donde lo que ha significado la modernidad como progreso, democracia liberal como política y los derechos humanos como avance de la especie se vuelven –de no entender muchas de las críticas acertadas que les hacen– vulnerables ante sus ataques. Con el peligro de que esta contracorriente utilizada por intereses políticos y económicos abiertamente reaccionarios, nos conduzcan al reencauche de culturas premodernas e incluso primitivas.

De ahí el auge, gracias a las redes mundiales de comunicación, de la mentira como noticia válida, la interpretación acomodada cuando no contraria a los hechos, el tratamiento de enemigos, comunistas o terroristas a todos los que no comulgan con sus dogmas. Que no se adelantan solo por cuenta de fanáticos muchas veces pagos sino que se difunden y tienen audiencia en los altos poderes políticos y económicos, como sucede en Colombia por parte de protagonistas de primera línea como el presidente, el ministro de Defensa o algún descaminado representante de los gremios pidiendo acabar la democracia para cerrarle el paso a lo que llaman populismo.

Y tras la condena general de la política, que por cierto ellos como dueños del poder han corrompido siempre y vuelto compra de votos y clientelismo, se vienen lanza en ristre contra todo lo que no encaje en la jerga indefinible que llaman centro –oscurecido aún más por la pandemia– que antes que mantener el statu quo, revive, entre sombras, ideas e instrumentos prehistóricos para justificar la inequidad, injusticia e inmoralidad abismales que han creado.

Y desacreditada la política lo harán con la democracia, las ramas del poder público, las elecciones, la libertad de expresión, la prensa libre, precipitando, hasta hacerlos irreversibles debido al COVID-19, los difíciles problemas socioeconómicos que hace rato nos han llevado al camino de la inviabilidad.

Todo a nombre –sin tener que pronunciarlo– del capitalismo salvaje, erigido como una verdad económica de orden metafísico a la que se debe someter la realidad, tras la que nuestros financieros, empresarios y latifundistas buscarán seguir ganando sin que el caos sobreviniente y menos alguna responsabilidad histórica los desvele.

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