Aunque foráneos, en tierras alejadas —unos sin ellas, otros cultivando las suyas— e incapaces de ocuparnos de cuantas vicisitudes se presentan, estas nos llegan como un estridente incesante desde un ambiente repleto de lamentos, suspiros y estertores; desde un lugar frente al cual no hay manera de quedarse indiferentes (incluso en las soledades y cavilaciones más remotas). Se han dado sucesos tan declarados y llanos, que —aunque nefandos— hacen que se preocupen por ellos estas palabras apenas dispuestas y legibles; y hacen que surja esta preocupación como la manera de asumir una situación que no parece tener responsables de provocarla ni de frenarla, que no parece tener rostros; una de ejecuciones sin agentes, pero sí con quienes las padecen hasta morir.
Por lo visto, no hay quienes se ocupen de una coyuntura cada vez más pavorosa; la cual fractura, más y más, ya no un entretejido social (hace mucho quebrantado y destrozado), sino las sienes, el cuerpo, el ser de los que aún se afanan por vivir.
Es evidente que no hay quienes se ocupen en cargos cuya función no es otra que servir ordenando, administrando a favor de aquellos que, demasiado ocupados en sus rutinas, les delegan, casi sin reparos y despreocupados (casi con ingenua complicidad), tales funciones. Una ironía que ya no deja ni la más leve mueca de desconsuelo, pero que sí deja bocas abiertas de asombro o, incluso, ya inermes de quienes se creían protegidos, a causa del señalamiento en una amenaza de muerte y destierro.
Faltan quienes se ocupen de que los demás sigan ocupados en sus trabajos; ¿pero acaso esto no es —como dicen los rumores— un reflejo de nuestros tiempos? Es decir, ¿de tiempos en los que cada quien está cada vez más ocupado en sus asuntos y despreocupado de los de los otros? Quizás sea cierto si, con esto, entendemos el hecho de ocuparse de los más elementales impulsos que nos excitan, de esos que, por encima de cualquier cosa y cualquiera, quieren mantenerse sin complejidades ni fatigas, de esos que arrebatan y matan (como si fuera una cuestión de instinto y sobrevivencia, aunque no lo sea) para mantener su opulenta simplicidad; decimos, pues, que tal vez sea cierto, si se entiende de tal modo, en vez de ser algo entendido como un ocuparse de las labores y quehaceres, que, aunque fatiguen, moldean y forman. De esta manera, ocuparse de los propios asuntos no podría adquirir un significado más llano, dado que se hace sin ningún tipo de miramiento ni se tiene en cuenta ninguna consideración, ninguna consecuencia. Por el contrario, si se hablara de lo que exige ocuparse de las propias labores, aquellos dirigentes no demostrarían tal indiferencia por las suyas, que no pueden sino suponer una preocupación por los demás e implican considerarlos para cumplirlas a cabalidad.
Así las cosas, el problema resulta ser que nadie se ocupa de sus asuntos; menos aún aquellos que deben ocuparse de la dirección, administración y cuidado de quienes deberían estar ocupados en sus quehaceres, pero que no pueden por estar ocupados en otros, como en no perder sus tierras, sus vidas, a causa de la despreocupación de todos aquellos que todavía exigen el reconocimiento de un Estado (por más ambigua que ahora suene esta palabra). No es posible decir que hay una ocupación de los propios asuntos donde no hay siquiera conciencia de ellos y rige el impulso.
En suma, es inquietante el ambiente de despojo y rapiña que unos pocos han creado en medio (y en detrimento) de la riqueza y vastedad de tierras tan prósperas y es, también, inquietante cómo han logrado amedrentar y hacer sentir acorralados a los otros en medio de sus bienestares.
Todo un ambiente de sobrevivencia es el que se ha creado y es el que suscita nuestra preocupación (a falta de quienes se ocupen) para no caer en la despreocupación y, aunque pretencioso, para despertar esta misma disposición en todos aquellos que se muestran apáticos porque han tenido que aprender a hacerlo; una preocupación que hay que despertar por tantos sucesos que quisiéramos extraordinarios, pero que se asemejan a una ley cada vez más natural para nosotros, seres tan convenientemente costumbristas. Es, pues, un pronunciamiento —aunque foráneo— que busca evitar que la actual administración de Colombia, por su negligencia y, sobre todo, corrupción, intensifique, nuevamente, los desplazamientos, asesinatos y la constante incertidumbre de la que todavía se lucha para salir. Nuestro interés es despertar la preocupación por una sociedad ya bastante herida y que necesita recuperarse.
Por la misma razón, a saber, por no haber quienes se ocupen, estas palabras no van dirigidas a nadie en concreto, pues la ingenuidad no nos deja pensar que haya quien pueda recibirlas, atenderlas, es decir, ocuparlas ni siquiera para rechazarlas; y preferimos, entonces, dirigirlas a todos para el provecho que pueda haber en plantearlas.
En nombre de todos los que apoyaron esta labor y quienes tuvieron la disposición de participar en ella, cuyos nombres aparecen a continuación, agradecemos sobremanera la atención a estas palabras.
Firmas
Ana Corrales (México).
Arthur Asselin (Francia).
Carlos Arturo Ceballos Restrepo (Colombia).
Cecilia Guadalupe Gutiérrez Chávez (México).
Claudia Marcela Uribe Pérez (Colombia).
Cristian López (México).
Diana Leyva Parral (México).
Elena Carolina Olivares Valdivia (Ecuador).
Elena Chávez (México).
Fabiola Jaime Yescas (México).
Gerardo Córdoba Ospina (Colombia).
Ismael Calatayud Ibarra (México-España).
Pedro Nel Alzate Velásquez (Colombia).
Sandra Ortiz (México).
Stephany Valeria Castillo (México).