Fue en el transcurso de una conversación por fuerza distendida en el marco del turco de uno de los hoteles más reconocidos en la localidad de Girardot. Con las gotas de sudor cayendo a chorro vivo, pronto la charla empieza a fluir y me apercibo de que mis interlocutores son asiduos de la zona: “le recomiendo la avena de El Espinal, toca pagar peajes pero merece la pena, es la mejor que pueda probar en toda Colombia”, dice un joven de unos 27 años que ha aprovechado un puente para escaparse con su joven esposa del bullicio capitalino. Cuando se le pregunta por qué eligió este destino, es muy elocuente, “los bogotanos estamos continuamente deseando escaparnos en busca de un pedazo de tierra caliente, y esta de aquí es cercana, tiene buena infraestructura para descansar y calor es precisamente lo que sobra”.
A su joven esposa le queda sonando lo de la avena, “bueno en Melgar hay un par de sitios en la plaza que también es muy deliciosa y se le mide a la de El Espinal”. Para salir del asunto de la avena, me tomé la molestia de probar ambas, y puesto que no tengo diploma de experto catador en esta saludable bebida, les diré que ambas estaban, como popularmente se dice acá, matadas.
Ni qué decir tiene que la opción Melgar-Girardot es una de las más asequibles opciones durante todo el año para tomar una buena dosis de sol y baños. Los aproximadamente 120 kilómetros que separan el río Bogotá desde su paso por la Sabana Norte de Bogotá, hasta su desembocadura en el Magdalena, suponen a su vez bajar de los 2.600 metros sobre el nivel del mar de la capital de la República a los 289 de Girardot, y ahí la latitud de la tierra colombiana, desprotegida de la altura del altiplano, y con el factor añadido de la humedad, nos garantizan una buena dosis de sudor sin necesidad de meternos a ningún turco.
El paseo tiene un inicio un poco tormentoso. Es inaudito que la salida de la capital del país hacia uno de sus destinos turísticos naturales se vea supeditada al cuello de botella, el caos circulatorio y el suplicio que supone atravesar la salida sur y el paso de Soacha. No es extraño que se invierta más tiempo en dejar atrás Soacha que en llegar al destino final, por lo que mi consejo es que vayan bien preparados y relajados en este sentido. Para los que residen más al norte de la ciudad o en los aledaños de Chía, Cota o Cajicá, hay una opción alternativa que les evitará el mencionado tormento. La carretera es buena, el entorno más agradable, el paisaje más atractivo y sugerente pero hay un pequeño inconveniente. Para aquellos que miran al detalle su economía, deben saber que ahorrarse el mal trago de Soacha les costará 18.400 pesos añadidos en dos peajes muy seguidos que se encontrarán en esta ruta alternativa por Mondoñedo.
Si le tocó el ‘megatrancón’ sureño y de repente ve que lleva más de dos horas en el carro para haber recorrido apenas 30 kilómetros, no está mal hacer un alto en el camino en el lugar conocido como Alto de la Arepa. Los chorizos que venden allá le quitan el mal genio a cualquiera, y si se decide por la bandeja paisa hágame caso, o tiene el hambre de no haber comido en dos días o será incapaz de mandarse toda esa enorme ración de comida. Mejor pidan la media bandeja, y aún así seguro que necesitarán ayuda para acabar con el plato. Y si quiere endulzar el viaje, también hay una sección dedicada a los postres con infinidad de productos caseros que le animarán la marcha.
Entre Tolima y Cundinamarca
La ruta nos lleva a la ciudad de Fusagasugá y su corregimiento de Chinauta. Respecto al contraste entre Bogotá y el Magdalena, Fusa, en la mitad del descenso, no es ni lo uno ni lo otro, y preciso ahí reside su encanto. Su clima es más primaveral y se asienta en el Valle de los Sutagaos, etnia indígena representada en la célebre estatua de una de las entradas a la ciudad sobre la vía Panamericana, antiguos pobladores de esta tierra entre los ríos Cuja y Chocho, cobijada por los cerros Quininí y Fusacatán. Los centros hosteleros de Chinauta y las fincas de los alrededores son el punto y final de la ruta de quienes prefieren acomodarse en la mayor suavidad ambiental de la altitud media de los 1.500 metros.
La vía de Fusa a Melgar o Girardot sí fue arreglada recientemente y el tramo final, con un solo peaje de por medio y doble vía en casi la totalidad del trayecto, se convierte en una delicia conforme se desciende el paraje del Boquerón valle abajo hasta encontrarnos con el bucólico cauce del Sumapaz. Una vez atravesamos el río, accedemos a una pintoresca carretera que comienza con una prominencia rocosa que se conoce como la Nariz del Diablo. De ahí en adelante, los kilómetros transcurren pegados a la montaña y en paralelo al río. Por momentos uno no quiere ni llegar, sino quedarse enmarcado en semejante paisaje. Cuando el horizonte se abre, no demoramos en atravesar el enorme cartel que nos anuncia nuestra llegada a Melgar. Apenas sin darnos cuenta, nos hemos metido en el Tolima, al que no mucho más allá volveremos a dejar atrás para entrar de nuevo en Cundinamarca una vez arribemos a Girardot.
Melgar fue descrita por el difunto cineasta colombiano Alberto Mejía como “un mar de piscinas”. La zona urbana y los alrededores están plagados de hoteles, condominios y casas campestres que a vista de pájaro dejan un azul intenso de las miles de piscinas ubicadas en estos recintos, azul mezclado con el verde del entorno. Un agradable paseo de unos 12 kilómetros en mitad de estos condominios campestres de recreo nos conduce a la también tolimense Carmen de Apicalá. La pequeña población no debe su fama al calor de sus 28 grados de promedio, sino a ser uno de los lugares de peregrinaje preferidos de los devotos católicos, quienes llegan por miles a la Basílica de la Virgen del Carmen atraídos por los poderes milagrosos de la Patrona, atestiguados por afortunados beneficiarios que dejaron inscritos en la piedra de unos muros aledaños al templo sus extraordinarias experiencias. La plaza de la basílica es un hervidero de puestos de imágenes que junto a los motocarros taxis dan un inconfundible tipismo al lugar.
Girardot es el punto final. La primera escala fue el mencionado hotel en cuyo turco comenzó esta historia. Girardot es sin duda Bogotá en caliente. Los comercios de la zona nos recuerdan a cada paso que aquí habitan y consumen más bogotanos que locales. Uno de los muchos restaurante que hay es el asadero La Bonga, que se ha ganado una merecida reputación como para ser recomendado a nuestros caminantes. Dicen sin embargo que los comederos de la zona de Flandes, bajo el viejo puente ferroviario que atraviesa el río Magdalena, están un poco en decadencia. Tal vez eso esté relacionado con el hecho de que los lugareños recomiendan no pisar por allá una vez que se pone el sol. Las autoridades de Girardot deberían preocuparse por no dejar acabar a manos de la inseguridad uno de los principales atractivos del lugar como es este puente construido en los albores del siglo XX para la línea Huila-Tolima, hoy día en desuso para los trenes, pero atravesado por decenas de peatones y ciclistas, que supone un extraordinario mirador del paso del río.
Girardot es una tierra invadida en el buen sentido de la palabra, sucede principalmente en los puentes largos y en fechas vacacionales, media Bogotá cambia la 'nevera' por la estufa cundinamarquesa. Tiene la magia de cualquier tierra llamada a ser frontera, no importa de qué, pero frontera, y aquí encontramos al cruzar de un puente el Tolima de un lado, Cundinamarca de otro, el placer de la geografía a nuestros pies.
La oferta de Girardot seduce a cualquiera para emprender el paseo desde lo alto de un imaginario tobogán que desde Monserrate nos desliza hasta desembocar en las aguas de la vía fluvial otrora primordial arteria de la economía de la antigua colonia. El Magdalena es majestuoso a ojos de cualquier colombiano, que en tierras de Girardot se ve atravesado por un puente de tráfico vehicular, el puente Ospina. Girardot es la costa sin ser costa, es un pedazo terruño con el que satisfacer un paseo en barco en una mini escapada a la Isla del Sol. La isla nos brinda una fina playa en pleno río, la posibilidad de la pesca, de tomar el sol, o simplemente respirar cerveza en mano, o sin ella, mirando el silencio de la vida pasar cuando se está tan cerca y tan lejos a la vez del estrés rutinario de la metrópoli. Muchos controlan sus negocios y trabajos a golpe de celular mientras se dan el gusto de un capaz sudado.
Tierra originaria de los indios Panches, hoy decir Girardot produce ya de por sí un efecto placebo de relajación en quien piensa emprender la ruta para pasar el fin de semana. Las posibilidades de acomodación se ajustan a todo tipo de bolsillos, desde las más fascinantes propiedades con piscinas de lujo encaradas a la vista inmensa del cauce del río, a hoteles con excelente relación calidad precio, sin olvidarnos de algunos establecimientos que han convertido esta tierra en un referente de los concursos de belleza tan arraigados a la cultura colombiana.
Girardot fomenta eventos ideales para estos cálidos parajes como festivales y hasta un campeonato de voleyplaya, dentro del circuito suramericano de este deporte. Y es que es playa sin serlo, costa sin tener mar, tierra caliente mezclada en el cuentakilómetros de carros de la capital de la República, niña consentida del Magdalena, cruce de caminos tolimenses, punto y seguido del tobogán imaginario que sin dejar la cordillera enfila a las tierras cafeteras. Todo eso y más, disponible para su imaginación, y la de su pareja, escapándose, como decía mi interlocutor del turco, “en busca de un pedazo de tierra caliente”.