Desde los primeros años, en la escuela pública compartí pupitre con negros, indios y variedad de fenotipos resultantes de amores duraderos y furtivos que se dieron en una sociedad mestiza y variopinta como la colombiana.
En serio y en broma, en medio de juegos y peleas de muchachos, circulaban expresiones como “negro bruto", “indio sucio", "negro pícaro” "indio patirajado sacado con espejo”, etcétera, que no pasaban a mayores en medio de esfuerzos de algunos profesores por enseñarnos a respetar sin prejuicios políticos, raciales y religiosos. También, gracias al progresivo fortalecimiento de lazos de amistad forjada en tantas horas compartidas en salones de clase y áreas de recreo de escuelas primarias y colegios de bachillerato.
A pesar de diferencias por estatus económico, social y racial de los estudiantes y de la conformación de galladas afines, al interior de los salones, por encima de estas barreras, entre los estudiantes primaba la amistad y cuando se daban conflictos no estallaban en tragedias como las que revivió recientemente la sociedad norteamericana, la cual fue sacudida por el “no puedo respirar”.
Sin embargo, en costumbres y lenguaje cotidiano permanecía latente un racismo con relación a indígenas y negros que, analizándolo desde el punto de vista de las primeras lecciones de historia, se reforzada cuando nos contaban que el 12 de octubre de 1492, el “Día de la Raza”, Cristóbal Colón “descubrió” América y junto a los conquistadores y curas trajo la “civilización y religión verdaderas” a este continente donde “solo vivían tribus de salvajes, idólatras y herejes”.
De hecho, soslayaban algunos maestros logros de civilizaciones como la inca, azteca, maya, chibcha, aimara y muchos más que fueron “sifilizadas” y despojadas de sus territorios, además de con arcabuzazos y golpes de espada y lanza, a punta de viruela, gripas y otras enfermedades para las que los indígenas no habían desarrollado inmunidad.
Así pues, esa noción de “inferioridad de los indios” fue extendida a los negros cuando nos contaban que llegaron como esclavos a trabajar en explotaciones de oro como las que en Quinamayó y Dominguillo, aledaños a Quilichao, en los siglos XVIII y XIX, tuvieron los Arboleda y Mosquera de Popayán, dirigiéndolas desde Japio y haciendas por el estilo desperdigadas por la Nueva Granada y América hasta el sur de los Estados Unidos, donde cultivaban algodonales y la cruenta guerra civil (librada de 1861 a 1865, entre sureños partidarios de mantener las haciendas esclavistas y yanquis, norteños capitalistas y abolicionistas) sembró la semilla del odio racial.
Lo anterior especialmente entre descendientes de confederados que culparon a los afros de su desgracia al no aceptar la derrota de Lo que el viento se llevó y a posteriores generaciones que transmitieron el virus del racismo latente en supremacistas blancos y religiosos, como el policía sádico que asfixió a George Floyd y otros por estilo, quienes amparados en el uniforme han cometido crímenes similares en ciudades donde hacinadas comunidades afros y de origen latinoamericano, además de ser los mayores ocupantes de las cárceles, son víctimas del desempleo y enfermedades como el coronavirus, en medio del racismo discriminador alentado por supremacistas como el presidente Trump.
En Colombia y el Cauca, el asesinato de Anderson Arboleda, quien fue golpeado por un policía, nos recuerda que pervive el racismo de la sociedad neoliberal, que (por desarrollar grandes proyectos agroindustriales, mineros, ganaderos, hidroeléctricos, etcétera, junto a narcotraficantes y mineros ilegales) promueve la quema colonizadora de la Amazonia y selvas del Pacífico, ayudada por paramilitares camuflados en bacrims, junto a "disidencias" y ELN, para desplazar de sus territorios a indígenas, comunidades negras y campesinas sobrevivientes de la primera oleada “sifilizatoria”.