Como crecí en un hogar en el que éramos 8 hermanos hombres y una sola mujer, tengo que reconocer que la figura femenina tuvo un impacto particular en mí. Siempre me pareció un enigma, algo que había que tratar distinto, aunque no supiera realmente cómo. Mi hermana vestía uniforme colegial de falda tipo escocés y saco oscuro de lana, y usaba enaguas cuando no estaba en la Normal. Perteneció a la primera generación que comenzó a usar slacks.
No he vuelto a escuchar esa palabra en el lenguaje corriente, pese a que cuando se impuso para decir pantalones para mujer fue toda una revolución. Igual recuerdo que ella y mamá iban de vez en cuando a salones de belleza, donde se hacían arreglar el cabello. Había una especie de cascos grandes bajo los cuales introducían la cabeza para secarlo. Por alguna razón uno las acompañaba y aún recuerdo las revistas que leía mientras esperaba.
Vanidades y Cromos, así como algunas de modas, con fotos a color. Sus temas de conversación eran evidentemente muy distintos a los que ocupaban la atención nuestra. Era la época de las fotonovelas, especie de comics, pero en fotografías a blanco y negro o blanco y marrón. Y de las historias de amor que escribía Corín Tellado, que ocupaban numerosas hojas a varias columnas al final de Vanidades. Asuntos de mujeres, decíamos nosotros.
En el colegio donde cursé mis estudios primarios solo tuve maestras, nunca un profesor varón. Destacaba el rector, el padre Rueda, superior y lejano, una especie de sumo maestro. Las mujeres eran para mí seres diferentes a los que integraban mi mundo, en su mayoría varones. Además, eran mayores, con autoridad, lo cual significaba en la práctica que podían regañarlo a uno, y a veces abofetearlo, como hacía la profesora Lucía Recamán.
Mi hermana se casó temprano y salió de la casa. Todos mis juegos infantiles fueron con hombres, ya fueran mis hermanos o vecinos. Y mi familia más cercana, mis primos, los hijos de mi tía Albinia, solo varones. Cursé la secundaria en San Bartolomé, con jesuitas, en donde curiosamente las únicas maestras que tuve fueron las de inglés, en los últimos años. Por lo menos debí tener medio centenar de profesores, todos hombres.
Me formé en el patriarcado, una época con valores y criterios muy recios. Había que ser varón, y además rudo. No sé si ahora, pero en los ambientes masculinos de entonces era normal hacerse respetar con los puños. Desde luego los niños más grandes y pesados solían ser los matones y había que aprender a convivir con ellos. Una forma era hacerlos amigos. Otra, hacerles entender que lo pequeño no significaba necesariamente debilidad.
Una cualidad atribuida especialmente a las mujeres, a las niñas, la manera despectiva de tratar al compañero que rehuía una pelea o lloraba. Los hombres no lloran, aprendimos, y a ningún hombre se le toca la cara, so pena de recibir la respuesta violenta. Igual los machos no propinan cachetadas sino trompadas. Aquellas son propias de las mujeres. Al menos había otra consigna, a una mujer no se la toca, ni con el pétalo de una rosa.
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Ella era frágil, sentimental y llorona. Y como usaba faldas, tenía terminantemente prohibido mostrar los calzones
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Ella era frágil, sentimental y llorona. Y como usaba faldas, tenía terminantemente prohibido mostrar los calzones. Sus condiciones intelectuales eran puestas en duda, más porque se pensaba que no las requería para su destino en la vida. Sus cualidades eran de otro tipo, dulzura, suavidad, ternura, agudeza, belleza, habilidad para derretir el corazón del más fuerte. Por eso había que cuidarse de ellas, relegarlas, como las flores, a adornar y perfumar el mundo.
Si un hombre se enamoraba profundamente de alguna mujer, era capaz de mover cielo y tierra para que ella se lo creyera. Hasta se arrodillaba a sus pies. Pero no podía admitir tal sumisión ante sus amigos, que le dirían pendejo, léase hombre dominado por una mujer. Ante ellos debía ser el macho, el que podía querer y burlar a varias mujeres al tiempo. Hasta ellas solían poner de burla al infeliz que se dejaba tontamente mangonear por la suya.
Afortunadamente, mi paso por la Universidad Nacional, al lado de compañeras muy inteligentes e independientes, y luego, no se diga, por la guerrilla de las FARC, en donde las mujeres eran realmente algo muy distinto al estereotipo general, me enseñaron a tener una perspectiva totalmente diferente. Mujeres enérgicas físicamente, brillantes, capaces de hacer lo mismo que cualquier hombre e incluso de mejor manera. Así no sobrevive ningún machismo.
Reincorporado a la sociedad observo con admiración cómo las mujeres ocupan cada día más el lugar que merecen. En todos los espacios luchan y ganan su cabal reconocimiento. Mis dos hijas y mi nieta tendrán un mejor futuro, lo cual me alegra enormemente. Un mundo en manos femeninas quizás sea mucho más igualitario que el que soñamos.