Cada víctima del conflicto es un motivo más para terminarlo y no para perpetuarlo, porque no se le puede echar más limón y sal a las profundas heridas que deja este conflicto y menos promover más guerras como las que ya hemos enfrentado.
Los colombianos olvidamos con facilidad que el país ha estado siempre en guerra; esa que nos ha hundido en la barbarie de cada episodio de nuestra historia.
La Guerra de los Mil Días, en la que enfrascaron a nuestros abuelos y bisabuelos los jefes de los partidos políticos, dejó cerca de 150.000 muertos; para entonces comenzamos a matarnos con machetes, luego con trabucos y escopetas de “fistol” y ahora pasamos a la tortura minuciosa, como lo hicieron las Farc de Timochenko al mayor Germán Méndez Pabón y al patrullero Edílmer Muñoz, —dos policías que servían desarmados como coordinadores en la Unidad de Consolidación Territorial de este gobierno—.
Antes de salir de la Isla del Morro, con destino al Consejo Comunitario Rescate las Varas, de San Luis Robles en Tumaco, ambos policiales tenían claridad sobre su misión con la comunidad afrodescendiente con la cual habían venido interactuando por varios meses; jamás se les cruzó por su mente que en un territorio abonado por la oferta interinstitucional y una amable y renaciente comunidad, encontrarían la muerte de la forma más cruel.
Mañana, las dos últimas muertes de Tumaco quedarán en el olvido... ¿el dolor de las esposas, hijos y familiares desamparados no nos conduele? ¿Cuándo haremos honores a quienes enfrentaron los peligros y dieron sus vidas por salvar los proyectos de nuestra historia? ¿Cuándo lograremos una reconciliación profunda para dejar de herirnos y matarnos entre nosotros? ¿Hasta cuándo más hijos de las gentes más humildes de la patria morirán bajo los más crueles métodos, las sevicias y los odios?
A los colombianos nos borra la memoria el escándalo de esta semana el embrujo de la nueva telenovela y seriados de RCN y Caracol que hacen apología al crimen y al delito, el próximo festival, o uno de los cientos reinados de belleza, herencia mafiosa de la que todavía no nos deshacemos.
Es evidente que varios de los miembros de las guerrillas han vulnerado el Derecho Internacional Humanitario (DIH) y las leyes de la guerra, que protegen a quienes están desarmados y que dictan procedimientos a los actores armados dentro de un conflicto.
La mayoría de las víctimas de nuestra absurda guerra han sido civiles que no participaron en la batalla sino que han hecho parte de una larga lista de ejecuciones. En la guerra contra las guerrillas muchos soldados han muerto haciendo sacrificios por su patria; no deberían ser héroes anónimos, a quienes solo se les recuerda cuando se publica la historia de su sacrificio.
Pedro, Juan, José y otros miles, han sido canoeros de los ríos de Colombia y se enrolaron en las filas de nuestras fuerzas militares y de policía, provenientes de hogares campesinos y de las gentes más humildes de este país.
Muchos guerrilleros tienen historias similares; aunque la manipulación y los espirales de violencia los han conducido a cometer errores, no ha habido Estado capaz de convencerlos de su error y se les ha mirado dentro del debate como una plaga que debemos destruir a toda costa.
¿Vale preguntar cuántos soldados de la patria y cuántos guerrilleros han muerto en los cincuenta años que lleva esta otra guerra? No podemos mirar a quienes han enfrentado al Estado con tanto odio y como una cosa que se hizo para narcotraficar y hacer daño. Si los colombianos no queremos hundirnos en la mentira, no olvidemos que hemos visto una guerra con atrocidades y errores en todos los bandos.
El país necesita otra forma de mirarse, reconstuirse desde los hogares y familias, necesita otra forma de diálogo, otra forma de interpretar su geografía y sus regiones, otra forma de entendernos. Ya es suficiente con los ríos de sangre derramada y es oportuno parar esta guerra que comenzó matándonos a piedra, a machetazos y chispunes, y se transformó en sevicia, balazos de gracia, degollar, el arte de torturar minuciosamente hasta morir de dolor, descuartizados y bajo la tortura sistemática que en este caso aplicaron las guerrillas de Timochenko.
Un discurso simplista de esta guerra no permite reconciliarnos, ni permitirá que nos miremos como ciudadanos de un mismo territorio.
No podemos seguir viviendo como cavernícolas matándonos con primitiva ferocidad hasta acabar con la vida del otro, torturándolo, apaleándolo, cercenando, desmembrando y rasgando el cuerpo de la víctima.
Es el tiempo de un cambio y el renacimiento de nuestra sociedad; no se pueden despreciar generaciones enteras, hay que abrir horizontes de educación y dignidad, porque el crimen no permite construir una verdadera nación; la perversidad mata la esperanza y la nación soñada.