Hace algunas décadas sería develada la última parte del apocalíptico secreto de Fátima, entregado por la presunta madre de Dios a la pastorcita Lucía, hoy monja extinta. En este se describe la presencia del diablo dirigiendo las postrimerías de la Iglesia católica.
Dice en sus incisos, conducidos por mi fluidez literaria pero sin alterar su originalidad expresa, que este ente maligno aleará la plutócrata religión católica y su jerarquía de ministros a fin de fomentar el desorden en la articulada estructura de su interior.
Asegura también que sus aberraciones jugarán un rol determinante en la desestabilización de la opinión pública y que la legendaria organización socioeconómica será fustigada por un cataclismo que la arrastrará al mismo ojo del huracán.
Afirmaciones duras de digerir que parecen cobrar vigencia hoy. Y si no, revisemos la ola de escándalos sexuales que cientos de curas pederastas han protagonizado en pleno ejercicio de su ministerio.
Por eso, considerando la magnitud de tan deleznables hechos, razón de sobra tenemos quienes nos preocupamos por investigar sus causas, a lo que muy concretamente creo haber encontrado tres posibles aciertos.
1. La Iglesia, no menos de tres siglos atrás, se conformó con el género masculino cuya costumbre fue declinando hasta comprimirse a un número muy reducido del mismo. Este vuelco circunstancial daría paso a la mujer a que se radicara como miembro activo del nuevo laicado o nivel más bajo de la jerarquía eclesial. Así, hasta hoy y sin sufrir variante alguna, quedaría institucionalizado el principio de que la Iglesia es inherente a la feminidad.
A ello obedezcan quizá los gruesos porcentajes de jóvenes amanerados que hoy jalona esta organización para ser los futuros oficiantes del ritual eclesiástico.
2. El segundo aspecto podría enfatizarse en esos hombres invertidos que conviven en altas élites y que se mimetizan en el ministerio para evitar ser descubiertos, por lo que, aunque apremie la edad, rehúsan a un matrimonio con el que no afinan, lo que resulta acorde con su condición en la medida en que la consigna del sacerdocio exige la práctica de un supuesto celibato que nunca practicó Jesús.
3. Las restricciones sexuales impuestas para dar cumplimiento al voto de castidad serían una importante causa de pederastia, por cuanto el reprimido desfogará sus urgencias hormonales en personas cercanas a él, que, en su mayoría, suelen ser niños por aquello de los tradicionales servicios monagos.
Lo cierto es que sean estas las razones o no para que tantas conductas gais se exhiban hoy en los altares apostólicos, presumo que pende de un hilo el futuro incierto de toda una religión.
Y es que lo que antes se consolidó como un sector minoritario de clérigos manfloritas enciende hoy las alarmas con crudas estadísticas que arrojan exorbitantes cifras, poniendo en peligro de extinción a la Iglesia y obligándola, de paso, a mostrar el anverso de una moneda que hubo de ocultar en 20 siglos de posesión.