Más que la polarización, lo que actualmente caracteriza en Colombia al clima de opinión y a la conducta misma de los liderazgos políticos es la desconfianza hacia las instituciones, los reclamos acomodaticios contra su inoperancia o, alternativamente, las proclamas farisaicas de respeto hacia sus actuaciones. En medio de un decadente proceso político, Carlos Marx observaba que la historia se puede repetir dos veces “pero una vez como tragedia y otra vez como comedia”. Pero no imaginó que, en pocos días, pudiera repetirse dos veces como tragicomedia. Apenas cuatro semanas antes de ser detenido Uribe estalló el escándalo de corrupción electoral, popularizado como la “Ñeñe política”, frente al cual el líder de izquierda Gustavo Petro convocó, no a la intervención de los organismos encargados de investigarlo y sancionarlo, sino a la desobediencia civil, dictaminando por su propia cuenta el carácter ilegitimo del gobierno presidido por Iván Duque. Y omitiendo, de paso, su propia investidura de Senador, jefe de la oposición, en cuyo carácter le correspondería encabezar la función de control político del poder legislativo frente al poder ejecutivo. La faceta cómica de esta actuación consistió en que ni el ceñudo Senador abandonó la curul que ocupa en tan ilegitimo estado, ni el rotundo llamamiento logró trascender la efímera audiencia de una entrevista radial (W radio, julio 8/2020).
El episodio central de toda esta tramoya lo ha escenificado ingeniosamente el Presidente Duque con motivo de la conmemoración del 7 de agosto y la celebración del día del Ejército. Invocando con grandilocuencia las gloriosas hazañas del Ejército Libertador, a pesar de la trágica ingratitud que envolvió la partida de Bolívar, revindicó el propósito de seguir construyendo a partir del “legado de lo que fue la seguridad democrática… gracias a este Ejercito, a las fuerzas militares y al liderazgo incontrovertible de la época”, aludiendo de esta manera a Uribe quien entonces era el presidente y sugiriendo, de paso, que como a Bolívar sus adversarios le están retribuyendo con lamentable ingratitud. Desde luego, senadores y representantes han apoyado vociferantes este pronunciamiento, pero tampoco acuden a sus atribuciones e instrumentos de control político. No falta en el guion de esta teatral escenificación un solo elemento: ni la evocación lacrimosa de la tragedia, ni la retórica escenificación de la parodia.
Esta desafortunada reminiscencia sobre el régimen de la seguridad democrática, transcurre en una coyuntura donde el prestigio de las fuerzas militares atraviesa por uno de sus más deplorables eclipses, ensombrecido por la emergencia de actos de corrupción administrativa entre algunos de sus miembros y por la reaparición de abusos contra la población civil, así como por una indefensable incapacidad para garantizar con su presencia la seguridad y la convivencia en vastos territorios de la república, mientras se consuma, en pueblos y regiones desamparados, el sistemático exterminio o el desplazamiento de dirigentes campesinos, defensores de los derechos humanos, reinsertados de las Farc y comunidades enteras de pobladores. También cuando Mancuso, uno de los supremos exjefes del paramilitarismo, se prepara a retornar al país para revelar los oscuros patrocinadores de las fuerzas irregulares que comandó, y para profundizar el relato sobre las reprobables actuaciones de funcionarios públicos y de militares que comprometen seriamente el respeto a la legalidad y a los derechos humanos por parte del Estado.
Se podría convenir incluso, como han sugerido reconocidos juristas, entre ellos, Rodrigo Uprimny y Yesid Reyes, que la detención preventiva podría no ser estrictamente necesaria o excesiva, especialmente si se examina su conveniencia desde un ángulo político. Y, precisamente, porque proporciona pretextos a quienes, sorprendidos por su insufrible orfandad política o empujados por su infantil izquierdismo, pretenden fomentar la polarización y justificar el recurso a la violencia. Por otro lado, son innegables los éxitos conseguidos a lo largo del octeto presidencial de Uribe en su lucha contra la insurrección armada. De cualquier manera que haya sido, logró obligar a la más antigua guerrilla del mundo a admitir que ni militar, ni políticamente sus obsoletos métodos de lucha jamás gozarían de algún consenso significativo, ni liberarían a ninguna clase social de la opresión.
Aun así, ni el propio Álvaro Uribe ni sus seguidores podrán reclamar ahora, ni ante la historia, que su triunfo militar haya fortalecido el estado de derecho y, mucho menos, el ejercicio de la democracia. Numerosos testimonios de militares –algunos provenientes de altos oficiales- así como de los más altos jefes paramilitares y de otros funcionarios públicos han revelado que sus triunfales actuaciones como dirigente político y como funcionario público, sea en calidad de gobernador de Antioquia o de jefe de estado (ver Gloria Cuartas, Notiparaco, julio 9/2020), incluyeron un conjunto de prácticas orientadas a apoyar o a encubrir, sea por acción u omisión, crímenes de estado contra ciudadanos y comunidades campesinas disfrazados de lucha contra la subversión. Su estilo de gestión también utilizó en gran escala procedimientos enraizados en la corrupción y el clientelismo para conservar, de facto, modalidades premodernas de ejercicio del poder.
En esta clase de gobiernos, mientras más se fortalece el caudillo gracias a su retórica y sus triunfos –obtenidos en este caso mediante una especie de estrategia derechista de “combinación de todas las formas de lucha”, aprendida de sus propios adversarios-, se debilita el estado de derecho, especialmente aquel que toma la forma de una república democrática capaz de comprometerse vigorosamente con políticas económicas y sociales que propendan por la inclusión social y la igualdad. Por ello, es característico de estos regímenes la pretensión de eternizarse en el poder estableciendo en lo posible la reelección indefinida de sus caudillos, llámese Uribe o Evo Morales, Maduro o Vladimir Putin. El otro procedimiento complementario consiste en instaurar el culto a la personalidad, trátese de Hitler o Stalin, de Kim-Il-Sung o, ahora, de Álvaro Uribe, proclamado como héroe por Mike Pence (El Tiempo, agosto 16), luego de que el presidente Duque, aludiendo a él en su discurso ante el ejército, lo calificara de líder incontrovertible de la época… que le devolvió al país la fe y la confianza (El Tiempo, agosto 8).
Cuando se aplican las frívolas encuestas sobre el sentimiento de felicidad, los habitantes de Colombia suelen autocalificarse entre los más felices del mundo. Sin embargo, la última encuesta de Datexco (12 de agosto) reafirma el escepticismo ciudadano y la decepción con todas las instituciones, especialmente con los partidos que apenas alcanzan una opinión favorable del 18%, seguido por el Congreso con un minúsculo 17%. Igualmente, expresan una radical desconfianza o indiferencia hacia todos los liderazgos: la desfavorabilidad hacia Uribe alcanza al 66% de los interrogados al paso que las simpatías electorales se diluyen en trece personajes, ninguno de los cuales alcanza una favorabilidad que iguale al mayoritario 25% que no sabe o no responde sobre sus preferencias. Es decir, con Alicia soñamos en el país de las maravillas y en la vigilia nos sumergimos en el país de los desencantos.
Huérfano de liderazgos, el debilitado Estado colombiano está al borde de precipitarse en un Estado fallido. De ello son expresión la corrupción administrativa y la ineficiencia que ha invadido de elefantes blancos gran parte del país, incluidos descalabros gigantescos como los de Reficar e Hidro-Ituango, que comprometen a dos empresas del estado hasta ahora consideradas como emblemáticas. La violencia que ejercen sistemáticamente toda clase de agentes militares y paramilitares, sumado al favoritismo clientelista con que actúan las mayorías del Congreso y gobiernan los partidos, no son otra cosa que expresión de la carencia de una república unitaria, pese a lo que proclama retóricamente el artículo 1 de la Constitución, incapaz de gobernar con democracia y compromiso social un país donde continúa habiendo más territorio que Estado.
Desde la década de 1960 Alfonso López Michelsen, en un sugerente ensayo sobre El Estado Fuerte escrito desde una perspectiva cercana a la social democracia; y Mario Laserna en su Estado Fuerte o Caudillo con un enfoque republicano, pusieron de presente que una característica históricamente reiterada de nuestro ordenamiento institucional ha sido la de un estado débil, auto centrado en un individualismo intransigente que, o bien prohíja procedimientos arbitrarios y cortoplacistas para enfrentar las crisis, o bien pretende superarlas con la apasionada adhesión a caudillos que cuando detentan el poder han terminado por subordinar el interés público a intereses localistas y a los sectarismos grupales. Por eso siempre hay más territorio que estado y más fanatismo que instituciones.
En una coyuntura en donde una vez más estamos transitando de la tragedia caudillista a la comedia del estado enclenque, mal haría cualquier izquierda democrática en sumarse a triunfalismos infantiles y caudillistas cuando se requiere, ante todo, capacidad para diseñar alternativas, técnica y políticamente viables, que permitan conformar algo que, en palabras de Gramsci, constituiría un bloque histórico alrededor de un programa de carácter democrático y profundo contenido social capaz, por fin, de instaurar un estado fuerte por su compromiso con el interés público, e incluyente por su fundamentación en instituciones constituidas para garantizar la igualdad y la defensa del bienestar colectivo.