Que nadie le pida a un banco lo que nunca podrá hacer: actuar con sentido de humanidad. Así a secas se define el cómo del capital encarnado en el mal. En el extenso estudio de El capital en el siglo XXI, Piketty alude que en la novela clásica del siglo XIX la riqueza se encontraba en todas partes y, sin importar su tamaño ni su poseedor, estaba en manos del que tenía tierra o era portador de deuda pública. Marx, el de El capital, ya había concluido que “el enigma del fetiche dinero no es, más que el enigma del fetiche mercancía, que cobra en el dinero una forma visible y fascinadora”.
En el siglo XXI, los dueños del capital han impedido que la riqueza esté en todas partes y en manos de sus poseedores así no más y han mejorado su capacidad para ocultar que el trabajo humano es el creador del valor, de la riqueza. Dejó de ser evidente que la forma simple del valor de la mercancía es producto del trabajo y más bien se acoge que la riqueza es cuestión de mercado. El capital del siglo XXI se mueve con mayor velocidad que antes, pero igual ataca y despoja sin piedad países, sectores, grupos, poblaciones, etnias, se convierte en poder y se traduce a papeles legales, que le permiten fijar las condiciones y precios de una mercancía, y adecuar sus técnicas de acumulación inhumana e insaciable, capaz de convertir sin el menor escrúpulo en ganancia el hambre y la pandemia
El gran propietario sigue como antes, controlando la tierra y sus recursos y la deuda pública, que produce cifras ilegibles de billones y trillones a nombre del 1% de la población poseedora de las 4/5 partes de todo. La riqueza refleja especulación e ignominia de propietarios unidos en grandes consorcios y corporaciones que siguen sin alteración su proyecto contemporáneo de acumulación, en el que el rentista de antes aparece como una figura deshonrada, superada por bancos y poseedores de papeles que anuncian propiedades repartidas por el mundo que físicamente no conocen. Los dueños del capital son conscientes del sufrimiento, hambre e insalubridad que provoca su avaricia, sostenida mediante el control de su riqueza a través del control de los gobernantes a su servicio.
La oferta de un ingreso seguro y regular y de un trabajo estable hasta la jubilación tiende a desaparecer de manera radical, como desaparecieron las garantías al descanso y salubridad, que eran parte sustancial del derecho al trabajo, convertido en libertad, cedido a los grandes dueños del capital y afirmado con papeles de deuda. Pero nada de eso ocurre por la pandemia, es por el trazado del capital que hacen los dueños del mundo, para quienes el virus resulta estimulante, inclusive para neoliberizar el amor y la muerte, que parecían cosa de poesía. Nada va a quedar estable, pero no por el virus, el capital será aún más liquido (Bauman), más burbuja (Sloterdij), más rizoma (Deleuze), pero en todo caso más parecido al carbón que se quema en la máquina y desaparece sin dejar rastro (Marx).
El capital avanzará a mayor velocidad, luego del descanso material por la pandemia y de haber ocupado temporalmente el lugar de salvador de la vida humana, luego de dejar la sensación de que no está mal desprenderse de todo, porque al fin y al cabo el COVID-9, es una plaga habitual y siempre ha estado en las transiciones del mundo. Del mundo clásico al medieval (como ahora), los líderes políticos debieron primero enfrentar una decisión casi shakesperiana: poner o no un precio a la muerte. Porque es eso precisamente lo que supone elegir entre políticas de mitigación (no paralización de la vida económica aún a costa de más infecciones) frente a políticas de hibernación de la economía (para doblegar la curva cuanto antes)” (ver: ¿Qué nos dice la historia sobre el impacto económico de las pandemias?).
Socialmente la percepción dirá que la disputa de clases terminó y que ahora empieza un reino de la igualdad, en el que nadie escapa al virus o la muerte. Pero es al contrario, lo que queda entronizado en el cuerpo social es la desigualdad y la espera humana por un “chip de inmunidad” exclusivo para propietarios, como hace 200 años lo fue el título de ciudadano o hace 400 el de nobleza y linaje. No hay señales de una nueva era económica, ni de un cambio de las estructuras valor-trabajo. El trabajo seguirá siendo el creador de la riqueza y esta el aliento para matar sin piedad por tierra, agua, comida, medicinas. En eso Colombia es un laboratorio perfecto para mirar lo que sigue: mientras la pandemia infecta y la gente se resguarda, la matanza de líderes sociales, defensores de tierras despojadas y comunidades indígenas protectoras del planeta sigue en pie, como si nada.
A la sombra de la pandemia, mientras se espera la demorada cura y se deprime la actividad económica, la cura a imponer esta lista: se llama endeudamiento. Los estados se rinden ante los dueños del mundo, asociados en los consorcios de la banca mundial y del FMI, que aparecen como filántropos, en tanto los nadies, rebuscadores de comida y refugio, son llamados bandidos y bárbaros. La deuda llega arropada de causa humanitaria no controvertible. El FMI le ofreció a Colombia 11.000 millones de dólares, que ojala en una década no se traduzcan en intereses a pagar con trozos de amazonia o franjas de mar. El complejo tema del endeudamiento de los estados y de la naturaleza del patrimonio es tan importante hoy como lo era en 1800 y la conclusión es una sola: se acrecienta la acumulación privada y la inhumanidad de los dueños del capital. La deuda pública a expensas de los estragos del COVID-19 pronto hará olvidar quién posee qué y, a diferencia del siglo XIX en que se identificaba a los rentistas de la deuda pública, en adelante será un misterio difícil de descubrir.