Del acido al suicidio en Colombia

Del acido al suicidio en Colombia

Crecen las cifras y seguimos creyéndonos el país más feliz del mundo

Por: Cristian Arias
febrero 02, 2015
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Del acido al suicidio en Colombia

Le hablo del que usted quiera, del sulfúrico, del nítrico o del clorhídrico que siempre están a la orden del día para seguir la fiesta, la orgia bestial que colombianos del común practican entre sí. Ellos son del país del Sagrado Corazón, de la alegría absoluta que todo lo festeja: por eso son felices, los más felices del mundo. Y esa felicidad declarada es como un árbol frondoso de cuyas ramas se desprenden las más inverosímiles manifestaciones de la pasión: unas son de desplazamientos forzados que ya van completando las seis millones de hojas; otras de violencia homicida que cada año aumenta un 10%; otras de criminalidad y delincuencia. Escoja usted, secuestro, extorsión, hurto, violaciones, que también siguen engrosando las ramitas durante los últimos años. Pero eso ya ustedes lo conocen muy bien, los polinoticieros los tienen al tanto cada mediodía. Por ese motivo, ya pasó de moda, no incomoda, no va aguarles la fiesta, menos ahora que se viene la Copa América y la felicidad les hará ignorar y olvidar toda bestialidad y toda denuncia.

Pero hablando de moda, yo, que soy aguafiestas, quería recordarles algo antes de que pase de moda: que las ramas de los ataques con ácido están creciendo, se están poniendo robustas. Ya superamos las mil hojas, y cada una es una mujer, un hombre, un niño, cuya vida se truncó porque al otro se le ocurrió llenarle de ácido su cabeza, su rostro, su cuerpo. Lo dejó sin presente y sin porvenir. Antes, eran insignificantes 50 casos al año. Pero el juego gustó y se fue volviendo moda y ahora son 160 que se denuncian cada año. ¿Y quiénes son los victimarios? Policías y soldados machos, maridos embrutecidos por los celos, vecinas envidiosas del logro ajeno, de la belleza ajena, parejas que antes de separarse definitivamente quieren dejar la marca de su condición humana, compañeros que decidieron no apreciarse más, empleados que se despiden de sus jefes, padres que les recuerdan a sus pequeños quién tiene el poder, hermano contra hermano, Colombia contra Colombia misma.

Y es que el acto de regar ácido en el cuerpo ajeno como una nueva tendencia de dirimir nuestras diferencias, nos conduce a la reflexión en torno a la salud mental de los colombianos, a lo que siente una colectividad que comparte imaginarios y visiones de mundo, a las nuevas formas de interacción y comunicación con el otro. Refleja quizás, los agudos egoísmos hacia los que nos estamos abocando, aquellas formas de ser y de pensar en las que sólo yo debo salir favorecido, en las que yo gano y no pierdo, en la que el otro debe ceder o doblegarse, o ser destruido de cualquier manera.

Pero refleja también el panorama de un nuevo país que poco a poco va dejando de ser la utopía de la alegría y la fiesta. Un país cada vez más acomplejado, más huraño, más ensimismado. Cada año Colombia se ve más neurótica, más frenética, más irritada. Y del estrés colectivo, volvemos al individual; al de mucha gente que comienza a recogerse en su caparazón, en el mundo interior de su preocupación y su egoísmo. La condena macondiana a la soledad escapa de sus matices verosímiles y literarios, es una realidad que va mostrando sus dientes con voracidad. Y en los senderos de la soledad, las tribulaciones existenciales van robusteciendo el tronco de la felicidad declarada llamada Colombia. Y nuevas ramas de suicidios van creciendo, y nuevas hojas van brotando, son 1800 las personas que año tras año deciden quitarse la vida, unas cinco muertes diarias, cerca de 20 mil en los últimos diez años, lo que nos sitúa en el tercer país de América Latina con mayores tasas de suicidio después de Cuba y Uruguay. En esta realidad, Colombia sigue una tendencia global, la que señala que por cada persona que consuma un suicidio, otras veinte lo intentan.

Si me replican que Colombia siempre mantendrá unos bajos niveles de suicidio debido a la fuerte unión familiar que permite expresar más fácilmente las emociones entre los seres queridos, yo tendré que recordar que la tendencia a la disgregación familiar es la norma, que cada vez los hijos están más lejos del ámbito afectivo y de protección familiar, donde padres y tutores escasamente tienen tiempo y espacio para ocuparse de sí mismos.

Como en las desventuras del joven Werther, el suicidio se convierte en una posibilidad real de escape, de remedio, de salvación. De continuar el aumento de sus niveles, la radiografía del país colorido y tropical podría cambiar para siempre. Personalmente es algo que no deseo: llegar a parecernos a esos países escandinavos de los que tanto nos burlamos por aburridos y amargados. Por el momento, sigamos en las ramas del ácido, aquellas que repudio y condeno con vehemencia pero que, lamentablemente, no han pasado de moda.

Québec, Canadá. enero 31 de 2015.

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