El martes 11 de septiembre de 2001 recuerdo que estaba trabajando en Medellín... Mi amigo Alberto Soler, compañero de trabajo entonces, me llamó para contarme de un accidente en el que un avión se había estrellado contra una de las torres del World Trade Center. Encendí el televisor y en efecto la primera torre, o torre norte como se le conocía a esta mole de acero, ya ardía, y las imágenes de la CNN transmitían en directo esta locura. No llevaba yo 3 minutos de contemplar el hasta entonces "trágico accidente" cuando un segundo avión impactó la torre sur...
En ese momento quienes me acompañaban en la factoría de Robinson, para quien trabajábamos, quedamos sin palabras. Nos miramos estupefactos y recuerdo que lo único que atinamos a decir casi que al unísono fue: "Dios mío... Es un atentado”.
Hoy día todo el mundo sabe de Osama Bin Laden, lo reconocen tal vez como el terrorista más tristemente célebre del mundo. En aquel entonces —aunque muchos hablen mierda— creo que muy pocas personas en todo occidente conocían o habían escuchado su nombre. Yo por lo menos no.
Así que lo primero que me llegó a la cabeza fue Irak y el nombre de Sadam Husein, hasta entonces el enemigo público número uno de la familia Bush, y de paso de los estadounidenses.
Aunque entonces yo no era un experto supe casi por antonomasia que la historia de occidente y del mundo se partía en dos... Supe también que George W. Bush tenía en sus manos la disculpa perfecta para cagarse en Irak, y que el mundo entero lo apoyaría, como en efecto sucedió.
Solo pensar en la barbarie del 9/11 y las más de 3.000 personas que murieron ese día es algo que aún me conmueve. También el pensar en la impotencia y el horror que vivieron quienes literalmente ardieron en el techo de las torres y que no se atrevieron a lanzarse es algo que desgarra el corazón.
Ya no estoy seguro si fue Osama, Bush o el mismísimo putas quien tumbó las torres ese fatídico día, pero desde entonces temo al ser humano y a mí mismo... Saber hasta dónde puede llegar la mente criminal de un terrorista y cómo podemos lavarle la mente a un hombre hasta llevarlo a inmolarse en el nombre de cualquier dios o cualquier profeta es algo que tiene que hacernos reflexionar.
La barbarie de Idi Amín en Uganda, masacres como Hiroshima y Nagasaki, o Pearl Harbor; regímenes como el de Maduro en Venezuela, o el de los israelíes sobre Palestina en Cisjordania, y operaciones como la tormenta del desierto en tierras árabes, o la operación Cóndor, fraguada en la mente criminal Henry Kissinger... incluso, la violencia terrorista de Pablo Escobar, entre muchas otras, son los culpables de casi todas las miserias del mundo actual. Así como la perestroika fue el mayor acierto y error de Mijaíl Gorbachov, y condenó a croatas, bosnios, armenios y chechenos entre otros, a matarse entre sí, así nos estamos matando hoy.
Diecisiete años después del 9/11, con gobiernos corruptos y oscuros que están regados por el mundo, incluidos los Estados Unidos de Norteamérica, que solo buscan oprimir a los pueblos, y expuestos como estamos aún a la amenaza de grupos terroristas extremistas como Isis o las pandillas en el Salvador, o las guerrillas y grupos paramilitares que subsisten en Colombia, por ejemplo, estamos cocinando otro 9/11, que Dios permita no nos sorprenda pronto... La soberbia de los poderosos y el silencio de los pueblos son y serán siempre el alma de las guerras más absurdas de las que tenga memoria la humanidad.
Se ha preguntado usted, ¿qué papel juega Dios en todo esto?
A decir verdad no creo. A Dios le dimos la espalda hace mucho tiempo. Estamos tan ocupados, unos en construir nuestro futuro, otros en sobrevivir nuestro presente, que hemos olvidado de dónde venimos. Cosas como la bondad y la misericordia hoy son palabras vacías, relegadas a alguna fundación de viejitos, pero... ¿nosotros qué?, ¿qué hemos aprendido de la historia?, ¿cada cuánto hablamos a solas con Dios?, ¿qué tanto le hemos olvidado?
Finalmente, y a raíz de tragedias como el 9/11, hay que decir que hemos perdido la capacidad de sorprendernos. La muerte se nos volvió paisaje y el amor se quedó guardado en las fotos familiares, pero nada más. Se siguen acabando valores como la familia, la honestidad, los principios... Estamos en una competencia canibalesca por llegar primero, capitalismo que llaman.
Estamos empeñados en dividir, empezando por el odio de clases sociales. Además, hablamos de corrupción en el poder, pero ignoramos intencionalmente lo putrefacto del pueblo. Aquí todos somos corruptos, desde el senador que se lucra con el cartel de la hemofilia, pasando por el senador que facilita el ingreso de armas al país, hasta el general que permite que la coca siga fluyendo de las selvas colombianas, esta vez no solo para inundar a los gringos, sino para matar a los mismos jóvenes colombianos. Ni qué decir del ciudadano del común que todo lo quiere fácil y es capaz de sobornar a un policía o a un agente de tránsito. Caímos tan bajo que llegamos a matar a los hijos de un campesino del Caquetá para quedarnos con sus tierras, etc...
Del 9/11 y de tantas tragedias acaecidas solo el último siglo creo que no hemos aprendido un ápice. De nada nos sirve saber quiénes fueron los bárbaros Amín, Kissinger, Osama o Bush... Ay de nosotros... porque tarde o temprano, vivamos o ya no estemos, Dios ha de preguntarnos muchas cosas.