El Estado, se puede decir en nuestros tiempos, parafraseando a Descartes, “pienso luego no existo”, porque si para el capitalismo fue un aparato al servicio de las clases dominantes, su existencia, en la época neoliberal, quedó convertida en una etiqueta con capacidad para agenciar lo “mínimo” y palidecer frente a las ofensivas de la economía mundial con sede en las metrópolis.
¿En qué ha quedado la aureola de ser defensor del derecho y la democracia? Arguyen sus detentadores que para que pueda existir holgadamente, porque hay muchos comensales en la mesa y la comida escasea, hay que recortar los servicios y restringir las exigencias de los hambrientos.
Los alquimistas modernos se encargaron de destruirlo, convirtieron las basuras en oro y para lograrlo, como un Fausto posmoderno hicieron pacto con el diablo y, de paso para justificar su pasión por la dramaturgia del poder, sacrificaron sangre inocente.
En casi todos los países que en el pasado fueron clasificados como del tercer mundo o en vía de desarrollo, las conquistas históricas de los obreros, con relación a la protección social y los derechos socioeconómicos, fueron destruidas y convertidas en añicos.
En ese escenario político de la modernidad suponíamos que era la máxima mediación que certificaba las demandas sociales a través de los partidos políticos, sin embargo, esa pretensión se tornó inviable, agravada por el brutal anacronismo de la democracia que se quedó haciendo elecciones para legitimarse.
El “dejar hacer, dejar pasar”, en la era del sujeto emancipado o el individuo soberano, llegó hasta su más alta cumbre y, Nicolás Maquiavelo, el menos maquiavélico de todos los que existieron en la modernidad, tendrá que cambiar su discurso con el que proclamaba la libertad del príncipe y la autonomía de los principados.
Ni aún el poder quedó totalmente en manos y los gobernantes y ya, en la Otan, no deberán preocuparse por las estrategias bélicas o el “arte de la guerra”, porque esa tarea corresponde ahora a los autores de Star Wars, al mejor estilo de la inteligencia espacial y Harrison Ford.
El Estado, que sustituyó al rey, que sustituyó a la teocracia medieval y la sociedad, que se convirtió en el Leviatán, ha desaparecido, ¡viva el Estado”.
Hobbes también debió asistir a sus exequias. Nos quedaremos, frente a los últimos acontecimientos, sin derecho, porque cuando Estado y Derecho eran una misma cosa, frente a su bancarrota, cada quien se quedó con el pedazo que más necesitaba.
Sin embargo, no todo está perdido, Fukuyama, por ahora, tiene que archivar sus palabras, sí es posible construir un nuevo orden de racionalidad política, afrontar los retos estructurales, confrontar ultimatums e intimidaciones y recuperar los derechos que han sido arrebatados por quienes desconocen a los ciudadanos de común como sus verdaderos protagonistas.
Pese al voraz y depredador ciclo de los dragones que astutamente quieren acabarlo a una velocidad supersónica, los ídolos sagrados de la política no pasarán, ni podrán profanar los sentimientos populares y arrinconarlos al fin de la ilusión.
Basta darle a la música popular una variante de humor para observar cómo funcionan nuestras emociones populares.
Ayer, al pasar por el barrio Bolívar de la ciudad de Popayán pudimos escuchar al cantautor José Alfredo Jiménez que con rabia y desengaño congregaba a un grupo de obreros, pura expresión del pueblo colombiano que al salir de su trabajo entonaba con sentimiento quizá político:
/Porque estás que te vas/ Y te vas, y te vas, y te vas/ Y te vas, y te vas, y no te has ido/ Y yo estoy esperando tu amor/, Esperando tu amor, esperando tu amor/ O esperando tu olvido/.
/…Pero no me amenaces, no me amenaces/ Ya juega tu suerte, ahí traes la baraja/ Pero yo tengo los ases/.
Hasta pronto.