Cuando una sociedad pasa mucho tiempo sometida al abandono, el hambre, la discriminación, la falta de educación y las injusticias de todo tipo, estas circunstancias comienzan a ser percibidas como parte de la normalidad. Aunque nos enseñaron que la esperanza es lo último que se pierde, los anhelos de cambio eventualmente se vuelven utopías solo posibles para algunos ingenuos.
La forma de sobrevivir es la adaptación, por medio de la resignación. Desde las más inocentes, como considerar que trabajos oprobiosos son mejor que cualquier cosa; ‘trabajo es trabajo, mijo’, dicen las abuelas. Hasta las más indignantes como la cultura de la corrupción en todas las esferas: estudiantes y profesores que transan notas, sobornos para no ser multados, coimas en los contratos pequeños, medianos y grandes. ‘No sea bobo, si usted no acepta la comisión se la lleva otro; igual se la van a robar, cójala usted’, parece ser la justificación de muchos.
De esta cultura también son parte los atajos para conseguir riqueza. Aquello del esfuerzo, la lucha, el trabajo duro con el sudor de la frente y quemarse las pestañas en el estudio, está quedando atrás. Un kilogramo de cocaína que ‘corona’ en el mercado estadounidense, vale el equivalente al salario mensual de un profesional de clase media durante ocho años. El valor estimado que se robó Alejandro Lyons alcanzaría para pagar un salario de 10 millones mensuales durante 833 años, y solo le costó cinco años de cárcel. Reto a cualquier profesor de finanzas a que muestre un mejor negocio que estos.
La colombiana -especialmente la élite gobernante-
es sin lugar a dudas
una sociedad en descomposición acelerada
A muchos profesionales dedicados, que todavía creen en el esfuerzo, les toca sobrevivir en el rebusque, mientras hijos, sobrinos, primos o amigos de los corruptos ocupan cargos estatales con los que se pagan favores a cambio de votos. La colombiana -especialmente la élite gobernante- es sin lugar a dudas una sociedad en descomposición acelerada. Se ha perdido la capacidad de soñar en que la calidad de vida puede mejorar, por ejemplo teniendo un sistema de transporte óptimo, que ahorraría cientos de horas en movilidad. Con lo que los políticos y los contratistas privados se roban del presupuesto en un año se pueden construir tres líneas del metro en Bogotá.
Colombia tiene una vastísima dotación de recursos naturales, energéticos y humanos, capaces de crear tanta o más riqueza que la que poseen las naciones más ricas del planeta. Si se lograra, habría tantas empresas agrícolas, industriales y de servicios, que la inmensa mayoría de la población en edad de trabajar estaría ocupada en tareas complejas, con empleos estables, dignos y bien remunerados. Empresas y trabajadores tendrían con qué pagar suficientes impuestos para que el Estado pudiera construir infraestructura e invertir en investigación científica para ser más competitivos. Asimismo, tendría recursos para garantizar educación y salud gratuita.
Pensar así no es ingenuidad, ni populismo. No es quitar a los ricos para dar a los pobres. Ese escenario -en apariencia imaginado- es la realidad cotidiana de la ciudadanía en países como Noruega, Suiza, Alemania, Francia e incluso España. Lo único que diferencia a estos países con el nuestro, aparte de que sus territorios son más pobres en recursos, es que la corrupción no los carcome.
La cultura de la corrupción no hace parte de la genética nacional. La cultura no es causa sino consecuencia, entonces se puede cambiar. Los corruptos no son una especia endémica, son derrotables. Tanto dolor y necesidades que sufren los colombianos, ha hecho olvidar que la solución es más sencilla de lo que se cree: no apoyarlos políticamente. Quienes representan en estas elecciones esa cultura del atraso tienen nombres y apellidos: Iván Duque, Germán Vargas Lleras y el partido que apoya a Humberto De La Calle. Elegirlos es perpetuar la desastrosa política que impide progresar. Enviarlos al olvido es comenzar a vivir una realidad más dichosa.
Twitter: @mariovalencia01