No es la primera vez ni será la última que una organización que ha desafiado al estado colombiano deje atrás el recurso a la violencia para ingresar a la civilidad. El significado del evento, no obstante, es único.
Por su carácter histórico, sus dimensiones y sus consecuencias, la negociación dentro de la cual se inscribe este desarme de las FARC, ha sido la más compleja de todas las anteriores. De ahí la pugnacidad y la virulencia que han desatado contra este proceso importantes fuerzas del establecimiento, que han contado con expresidentes, partidos, iglesias, empresarios, medios de comunicación, parte del aparato judicial, parte del Congreso, y hasta funcionarios de la rama ejecutiva.
Esta oposición interna a la paz de Colombia se ha hecho y se sigue haciendo con base en las mentiras y en los miedos. Desde hace meses se viene diciendo que la entrega de armas a la ONU no será total, que los comandantes mantendrán las caletas o que guardaron sus arsenales en Venezuela. A la hora de mentir, esa oposición no ha tenido escrúpulo alguno. Nadie fuera del país, la entiende. El mundo entero aplaude hoy esa dejación de armas, como el hecho más contundente y más irreversible de la negociación adelantada, al tiempo que dos expresidentes resentidos, de dudosas credenciales patrióticas y civilistas, hacen manguala para hacernos retroceder al estado de cosas del que ellos se aprovecharon como mandatarios. Uribe y Pastrana son los rostros del Estado fallido que se nos vuelve a asomar en esta contienda presidencial que ya se inicia.
A los astros alineados contra la paz y la reconciliación se suma también la desidia y la falta de convicción del Estado. En materia de cumplimiento de lo acordado son las instituciones públicas las que van a remolque, las que “se pisan las mangueras” y ponen todos los semáforos en rojo. A estas alturas del partido, quien diga que la insurgencia no se preparó para la paz, miente; pero quien sostenga que quien improvisaba y lo sigue haciendo es el estado, acierta sin lugar a dudas.
Es pues, un hecho, que durante décadas el Estado se preparó para mantener la guerra, pero nunca para alcanzar y gerenciar la paz; es un estado contrainsurgente que todavía hoy, confunde los asuntos de la convivencia, la reconciliación y el posconflicto, con los de la “seguridad”, pues sus dirigentes siguen alucinados con la “amenaza terrorista” y los lenguajes imperiales. Un gobernador despistado, por ejemplo, anunció el nombramiento de Coroneles retirados como Vicealcaldes de Seguridad y Convivencia en los municipios de su departamento más afectados por el conflicto.
Este proceso de paz ha sido llevado en hombros por sectores disímiles de la sociedad que han logrado resistir las ofensivas guerreristas de la desinformación, fundadas en la estrategia de alimentar los odios y la vindicta contra los diferentes, incluso los diferentes en religión y orientación sexual. De esa manera se prepara ya la campaña presidencial del Centro Democrático y sus aliados, cuya consigna central será, en boca de uno de sus ideólogos, “volver trizas” los acuerdos de La Habana. La lucha por la paz acumula hechos, como la dejación de armas; la lucha por mantener odios y venganzas, acumula amenazas como las de Fernando Londoño.
El desarme de las FARC tiene significados que cambian cualitativamente el panorama político nacional; se abren mayores espacios a las luchas democráticas y reivindicativas de los sectores históricamente oprimidos, con liderazgos más frescos y menos casados con la tradición; el esclarecimiento de la verdad, jurídica y académica, puede también contribuir al desarrollo de un imaginario más nacional y menos maniqueo entre los colombianos. Todo depende, no de que los expresidentes de marras renuncien a sus intereses, porque son irrenunciables, sino de que más sectores de la sociedad y la opinión pública se sustraigan a su influencia y a la telaraña mediática de miedos y mentiras en que han sido atrapados.