Uno de los ejercicios más interesantes que realizamos con los estudiantes de mi curso de Gran Historia consiste en preguntarnos de qué estamos hechos.
Piensa en tu piel, músculos, sangre, huesos, órganos, pelo, todo…
La materia prima a partir de la cual cada uno de nosotros está hecho es una combinación de elementos químicos —carbono, oxígeno, hidrógeno, calcio, hierro, etc. — que fueron cocinados mediante reacciones termonucleares, durante miles de millones de años, en lo profundo de alguna estrella cercana, que terminó sus días como una súper nova, hace miles de millones de años, con una gran explosión que dispersó su contenido por el espacio.
Todos los elementos químicos a partir de los cuales todo está hecho en la Tierra —las montañas, cada roca, el agua de mar, las flores, los árboles, las nubes, las frutas, los insectos y los animales— provienen del espacio. Cada uno de nosotros está hecho de polvo de estrellas.
Algún átomo de hierro que hoy hace parte de mi sangre, ayer era parte de la hoja de una deliciosa espinaca que, a su vez, obtuvo ese nutriente del suelo donde fue cultivada, al cual llegó como parte del sedimento arrastrado por una corriente de agua que lo trajo de una montaña que se formó hace millones de años, cuando confluyeron dos continentes ancestrales que, al chocar, abrieron una profunda herida en la corteza terrestre, de la cual brotó un magma incandescente, dentro del cual ese mismísimo átomo de hierro, que hoy es parte de mi sangre, habitó desde que se formó la Tierra, hace 4.500 millones de años, al condensarse la nube de polvo que dejó tras de sí la explosión de aquella súper nova cercana.
Y así es la historia de cada átomo que hoy hace parte de mi cuerpo, de mi piel, músculos, sangre, huesos, órganos, pelo, todo…
Somos, en esencia, lo que comemos. Estamos hechos de lo que comemos. Por eso, cuando decidimos qué comemos, decidimos qué somos.
Entonces, ¿cómo decidir qué comemos?
La respuesta que ofrece Michael Pollan a esta pregunta es poderosamente sencilla: come comida, no demasiada, sobre todo plantas.
Concentrémonos en la primera recomendación: come comida. ¿Qué quiere decir Pollan al sugerir una regla que, a primera vista, parece tan general que podría llegar a ser inútil?
Quiere decir que, al decidir qué comemos, deberíamos evitar los “alimentos” procesados.
Los productos “alimenticios” procesados industrialmente sufren de dos tipos de problemas: o se les han añadido artificialmente elementos químicos que no se encuentran en los alimentos naturales, o se les han extraído artificialmente elementos químicos que se encuentran en los alimentos naturales. Cualquiera de estas dos opciones es potencialmente peligrosa porque, al consumir productos de este tipo, obligamos a nuestro cuerpo a enfrentarse a combinaciones de sustancias que no sabe cómo metabolizar adecuadamente para nutrirse bien.
Pensemos brevemente cómo se refleja esto en términos de los protagonistas de mis tres últimas columnas: la carne, el azúcar y las harinas refinadas.
Cuando compramos carnes procesadas —hamburguesas, salchichones, salchichas, chorizos, butifarras, nuggets, etc. — lo que terminamos consumiendo, finalmente, son mezclas de varios cortes, tejidos grasos y el menudo de muchos animales, que han sido tratados con productos químicos que les añaden sabor, consistencia, color y durabilidad.
Cuando compramos azúcar y harinas refinadas (cuya combinación engendra el cereal azucarado que nos ofrecen como nutritiva y conveniente alternativa para un desayuno de campeones), terminamos consumiendo un tipo de carbohidrato que ha sido despojado de los nutrientes y las fibras que le aportan elementos esenciales a nuestro organismo y que le ayudan al cuerpo a saber cuándo ya ha consumido suficiente glucosa.
Para empeorar las cosas, un reciente estudio de la Universidad Javeriana muestra que en Colombia “cerca del 95% de la publicidad en la franja infantil es de bebidas y alimentos ultra procesados”.
Este no es un fenómeno reciente, pero su incidencia y gravedad es creciente. Los miles de millones de pesos que se invierten en publicitar productos procesados, dan cuenta de las ingentes utilidades que obtienen unas enormes industrias cuyo margen de ganancia se deriva en buena medida de aumentar al máximo el punto de éxtasis de lo que nos venden, jugando con peligrosas combinaciones de sal, azúcar y grasa, diseñadas para que se nos dificulte parar de consumir sus productos.
Por eso, siguiendo con las recomendaciones de Pollan, antes de meter un producto en el carrito de compras en nuestra próxima visita al supermercado preguntémonos: ¿es este producto algo que mi bisabuela hubiera reconocido como comida? Si nuestra bisabuela no lo hubiera reconocido como algo comestible, mejor no lo compremos; así se nos facilitará tomar la sencilla y poderosa decisión de comer comida.
Por supuesto, no solo somos aquello de lo que estamos hechos; también somos lo que decidimos ser.