Un día como hoy, hace justo dos décadas, el cielo oscuro de la noche de Belgrado se iluminaba por los relámpagos y las luces que estremecían el corazón de sus habitantes y lo dejaban congelado, a causa de las bombas que caían implacables sobre la ciudad. La OTAN había cumplido sus amenazas al régimen de Slobodan Milosevic, al que había conminado a poner fin a sus ataques en Kosovo.
El martes 23 de marzo de 1999, a las 22:13 horas, Javier Solana, español, entonces Secretario General de la OTAN llamó al general Wesley Clark, americano, Comandante Supremo Aliado en Europa, y le dijo: “General, por favor dé inicio a la ‘Operación Fuerza Aliada”, nombre secreto de la operación militar contra el presidente Milosevic y su régimen serbio. Así fue. Desde el 24 de marzo hasta el 11 de junio de 1999, la máquina infernal bélica no paró en la destrucción de la República Federal de Yugoslavia. 78 días después Milosevic se rindió.
El país balcánico estalló en mil pedazos, durante la década macabra de 1990, a causa de las luchas étnicas y las pulsiones separatistas provocadas por el ejército de Milosevic contra las milicias bosnias, croatas, eslovenas y kosovares. Se desató un furor nacionalista, y despertó enloquecida la rabia étnica que puso en marcha un ansia insaciable de destrucción. Fue una cita esquizofrénica que provocó el odio, un odio milenario, de antes de los Otomanos, de antes de los osmanlíes, de antes de Averroes, de antes de antes.
La pregunta que encabeza este artículo es pertinente y legítima aún hoy, veinte años después de aquel nefasto acontecimiento. La noche del 24 de marzo, al iniciar el bombardeo, el canciller alemán de la época, Gerhard Schröder, en su discurso a la nación, dijo que los ataques de la OTAN fueron para “prevenir una catástrofe humanitaria”. A su lado estaba Joschka Fischer que era vicecanciller y ministro de Exteriores, presidente de turno del Consejo de la UE, y miembro del partido Alianza 90/Los Verdes, que en coalición con los socialdemócratas, ejercían el poder de la República Federal. Era la primera vez que el ejército alemán entraba en una acción bélica, desde el final de la II Guerra Mundial.
Los Balcanes fue el reino de la sinrazón, con sucesivas guerras. El asedio de Sarajevo, iniciado en 1992, donde francotiradores serbios —apostados en los edificios altos y en las colinas que rodean la ciudad— mataban a la gente que iba por las calles, duró cuatro años, con casi 12.000 víctimas, 85% de ellas civiles. La OTAN bombardea en septiembre 1995 las posiciones serbias en Bosnia con el objetivo de poner fin al sitio de Sarajevo. Esta política de disuasión liberó a la capital de Bosnia, al firmar el acuerdo de Dayton en noviembre de 1995.
En agosto de 1995, los croatas recuperan la Krajina, que desde 1991 se había declarado territorio serbio. 250.000 serbios huyen del avance de ejército croata. Es un desplazamiento infame, la cordura es pisoteada por la ley de las armas.
Ocurrió en julio de 1995, lo abominable tomó cuerpo. En Srebrenica 8.000 hombres de la etnia bosnia musulmana fueron asesinados a quemarropa en dos días por el ejército serbio de Bosnia y paramilitares serbios.
En 1998 Milosevic se embarcó en otra guerra más, la guerra de Kosovo. Hablan de que en Kosovo existen los Santos lugares de los ortodoxos serbios, que en el siglo XIV un emperador serbio perdió con un sultán turco. “En la batalla de los Mirlos”, dicen hoy los guías turísticos a quienes quieran escucharlos, y agregan que los serbios recuperaron el territorio kosovar a comienzos del siglo XX. Pero llegó la hora de la independencia en 1991 que voló por los aires lo existente. Eslovenia y Croacia declararon la independencia de Yugoslavia. Los serbios de la Krajina se separan de Croacia. Macedonia pide su independencia. Igual los habitantes de Kosovo, de la etnia albanokosovar.
El fundamentalista serbio Slobodan Milosevic no está dispuesto a perder Kosovo. Para evitarlo, Milosevic y sus mandos militares, elaboraron a finales de noviembre o principios de diciembre de 1998, el plan secreto llamado ‘Operación Herradura’, para erradicar la amenaza rebelde albanokosovar y cambiar el paisaje étnico de Kosovo, incluso a costa de una guerra con la OTAN. Parece que Milosevic estaba convencido que la OTAN no atacaría, y desafiaba a Occidente. Primaba su parecer, su visión única, su idea fija, su paranoia ultranacionalista. En febrero de 1999, la OTAN hizo una conferencia de pacificación sobre Kosovo en Rambouillet, Francia. Milosevic rechazó el pedido de la OTAN: desplegar tropas aliadas en Kosovo y un estatuto de autonomía para los albaneses.
Joschka Fischer es uno de los eslabones de la cadena de poder que autorizó los bombardeos de la OTAN en 1999 contra Milosevic y sus fuerzas de mando del Ejército, unidades especiales de la policía y paramilitares serbios. El presidente Bill Clinton era la cabeza visible más importante que pedía detener la “limpieza étnica”. El primer ministro Tony Blair también exigía parar a Milosevic por su “horrible genocidio”. El presidente Jacques Chirac deseaba que se acogiera los acuerdos de Rambouillet, si no, entonces la parte responsable deberá asumir todas las consecuencias. El único que se oponía a bombardear Yugoslavia era el presidente ruso Boris Yeltsin, muy debilitado por la desaparición de la URSS y la crisis económica rusa de 1998.
A 20 años del bombardeo de los países de la OTAN en Yugoslavia, Rusia habla de “barbarie difícil de imaginar” o de que nunca consideraron a “los serbios como seres humanos”, dijo el embajador ruso en Serbia, Alexandr Chepurin, en un acto en memoria del inicio de los bombardeos. El canciller ruso, Serguei Lavrov, con motivo del vigésimo aniversario de los bombardeos, dijo: “Fue una agresión para dominar el mundo que no les enseñó nada a EE.UU. y sus aliados”. Al señor Chepurin habría que preguntarle, qué piensa, no de los serbios, sino de los miles de víctimas que el fervor serbio destruyó en Croacia, Bosnia, Kosovo. Detrás de las críticas rusas —válidas —, se busca engrandecer la figura del presidente ruso Vladimir Putin, como el hombre que sabe administrar justicia. Pero, canciller Lavrov, la historia se debe mirar con ojos desapasionados. Ayer fue Yugoslavia, hoy es Siria. Lo de Siria, como lo de Yugoslavia, no tiene nombre. Homs, Alepo, ciudades que han sido reducidas al polvo. El señor Putin autorizó bombardeos implacables en territorio sirio. Aún más delicado, Bashar El-Assad, tan cruel como Milosevic, se pavonea como vencedor. Bashar sigue en el poder, pero el país está hecho cenizas. El señor Putin, dejando de lado cualquier miramiento ético o moral, ha sentado su impronta en Ucrania, sin importarle el sufrimiento de los ucranianos. Entonces, canciller Lavrov, ¿quién aprende de la historia? Estoy de acuerdo con Rusia, los bombardeos yugoslavos fueron una atrocidad. Sí, sí, sí, atroz: el cielo de Belgrado teñido de sangre por los cientos de misiles criminales Tomahawk. Toda Yugoslavia fue una atrocidad. La historia hay que mirarla en su conjunto.
Joschka Fischer y el gobierno rojiverde tomaron la decisión de enviar, por primera vez desde 1945, los aviones Tornado en misión colérica. La filiación partidista de Joschka se esfumó. Un partido, Alianza 90/Los Verdes, que nació con vocación ecologista, de no violencia, de pacifismo, antibelicista, contrario a la OTAN, empeñado en construir un tejido social vigoroso; pegó un volantazo por mor de la guerra. Jean-Pierre Chevènement, en 1991 era ministro de Defensa francés, no estuvo de acuerdo con la guerra en Irak, renunció a su cargo, y dejó una frase: “un ministro, o cierra su bocaza o dimite”.
Fischer se negó a involucrar a Alemania de nuevo en otra guerra, la de Bush hijo en Irak en 2002, contra Sadam Husein porque tenía armas de destrucción masiva. Que luego se supo que no existían. La postura de Fischer, en 2002 —el pueblo alemán no quiere saber nada de Ejércitos — le supuso ser reelecto.
Hoy el partido Alianza 90/Los Verdes —olvidada la retórica de los bombardeos — de Joschka Fischer sacó jugosa renta en las elecciones al Parlamento Europeo. Los verdes en Alemania son el primer partido en la mayor parte de grandes ciudades, en Colonia, Múnich, Fráncfort, Hamburgo, y Joschka apenas oculta su orgullo. Es el verdadero padre noble de esta victoria.
Joschka Fischer, el hijo de un charcutero húngaro que huyó a Alemania, escapando del comunismo, el iletrado que autorizó la operación ‘Caballo de Hierro’, que ocasionó millones y millones de dólares en pérdidas a Yugoslavia, que fue ministro de Exteriores alemán entre 1998-2005, quizás dio la respuesta a la pregunta del título. En 2006 renunció a la política y se fue con esta frase: “Cambio el poder por la libertad”.