Aunque parezca increíble, han aparecido quienes prometen salvar al país no solo de las peores manifestaciones del subdesarrollo que nos ha agobiado ―para ser claros― tanto en la pre y pospandemia como desde que fuimos colonia (española, inglesa y gringa), sino esclavos del hipercapitalismo internacional. Redención que al decir de los que saben, es altamente improbable, no solo por lo complicado de la situación actual sino porque muchos de quienes la prometen son los que han ayudado a crear ―al margen de cualquier historia honesta― el caos que nos cierra el horizonte.
Y es que la genialidad multiplicada con que nos quiere descrestar un grupo de conciudadanos proviene no de gente nueva y mente crítica como lo exigen los tiempos complicados en extremo, sino de la lista casi completa de adocenados profesionales y exfuncionarios que han malmanejado los destinos del país en los últimos 60 años y nos han llevado a la insostenibilidad económica y ecológica propias de la dependencia económica y política a que han sometido el país.
Economistas y versados banales pues si algo los ha distinguido es su incapacidad para poner en discusión los principios económicos ―que más que tales han sido dogmas estrafalarios― llevados a la práctica gracias al respaldo avieso de famosas universidades europeas y gringas, e impuestos en reuniones ad hoc como religión a sus émulos de los países subdesarrollados, ―que más que émulos se convierten en fervorosos propagadores― como mecanismo para continuar esquilmando pueblos sin que dentro de la teoría capitalista ―proclive por naturaleza al engaño― haya lugar a reclamo legítimo.
Lejos quedaron épocas en que la iniciativa económica rondaba por estos parajes, cuando verdaderos pensadores como Raúl Prebisch o Celso Furtado de la Cepal, y presidentes como Carlos Lleras Restrepo de Colombia con la Comunidad Andina, intentaban superar la dependencia política y económica de Latinoamérica, acciones saboteadas por los gobiernos gringos, que no encontraban el condigno reclamo de la región dada nuestra programada desunión y la existencia nefanda de socios estratégicos de Estados Unidos que la alimentan, como si representara un aporte al destino de estos pueblos y no su perpetua condena.
Pues bien, los que nos han llevado a la desesperanza total vuelven por sus fueros, y acuden, conmovidos por los altos niveles de informalidad y desempleo que sacuden al país, y la aún más difícil situación de las mujeres y los jóvenes dentro de estos, a resolverlos ahora sí. Dos deficiencias crónicas suscitadas según ellos por la pandemia como si no fueran la informalidad y el desempleo característicos de Colombia que, como típica nación subdesarrollada, jamás ha sido capaz de configurar una economía sostenible que proporcione oportunidad y seguridad continuas a quienes han vivido bajo su techo.
Y, por supuesto, los planes para superarlos deben ser extraordinarios según nuestros providentes salvadores. Algunos para ser puestos en práctica de manera inmediata, y, otros, por ser estructurales, demorarían más tiempo. Los inmediatos, trajinados bajo términos como la flexibilización laboral, no son, como se esperaría, algo novedoso que inspirara un cambio si no radical al menos importante, sino más de la vieja receta patronal: 1. Quitarle al futuro trabajador parte de su remuneración. 2. Que no cotice para pensión. 3. No pague aportes a cajas de compensación. Adobado el paquetico de recortes salariales y derechos con el cuento de que tan solo regiría por un rato mientras salimos de la crisis. Como si las instituciones colombianas, en especial el gobierno y sus empresarios, fueran serios para cumplir con sus promesas y resultara posible siquiera menguar la inmensa crisis, cuando los remedios prometidos contribuyen a profundizarla aún más.
Porque parten del supuesto, completamente errado para el desarrollo de cualquier país y todavía más para nuestra complicada situación, de repetir dispositivos donde poco importan la situación económica interna y mucho menos el porvenir de los colombianos. Que ha sido la política de todos los gobiernos y de sus empresarios donde lo que importa es exportar y recibir las divisas necesarias para cubrir ganancias extraordinarias y gastos de postín, y lidiar con deudas crecientes que cada día cercenan más, con sus amortizaciones e intereses, las posibilidades de un desarrollo económico autónomo y cualquier asomo de independencia política.
Restar ingresos al trabajo que proporcionarían ―como si darlo les resultara un hecho anormal― menoscabando la demanda interna de por sí profundamente alicaída y debilitando las condiciones de los nuevos empleados, continúa siendo la misma política irresponsable que nos ha conducido a la debacle, y demuestra a las claras que la recuperación económica y estabilidad social de Colombia les resulta apenas marginal a nuestros redentores de todas las épocas.
Y que la angustia por los índices anotados solo tiene como objeto abaratar con mano de obra los productos de exportación a Estados Unidos, porque no se ve cómo lo harían de manera competitiva con países que están en mejor situación y no son propiamente los países hermanos. Decisión además temeraria ante la incertidumbre sobre el futuro global como lo demuestra la inestabilidad del dólar en medio de una pandemia todavía no resuelta y un calentamiento que aumenta inclemente.
Y estas son apenas las soluciones de carrera, de emergencia, porque detrás amenazan las que llaman estructurales, comandadas por quienes también haciendo parte del gobierno por buenas temporadas han contribuido a su inoperancia, corrupción y pérdida de prestigio para intervenir la economía. Son los mediáticos dirigentes gremiales, de la misma rosca y estofa de quienes han dirigido la economía de la patria, que ante el fracaso ―ya casi centenario― de construir industrialismo tradicional, buscan milagros para aprovechar su agonía, ya que al desangelado proyecto se le suma ahora el calentamiento climático ―que ya es crisis― que difícilmente permitirá la continuidad de proyectos ineficientes y enemigos del ambiente.
Sin embargo, sus esperanzas continúan puestas en el capitalismo salvaje desde el día que se apoderó de Colombia. Que ya no se nombra, pero su presencia está en todas partes. En especial en cuanto a la desregulación del trabajo, pues si bien han logrado grandes avances a base de mentiras y engaños, no han podido lograr todo lo anhelado, pues gobiernos y congresos enemigos ―aunque nadie lo crea― de la iniciativa privada se han atravesado regularmente a unas medidas pueblerinamente dolorosas, pero que nos habrían situado ya a la par de los países avanzados entregados desde el comienzo al milagro económico sin par del capitalismo salvaje.
Y entonces insisten en una reforma laboral de verdad, que termine definitivamente con lo que hace 270 años eliminó la industrialización: que el trabajo no crea valor, sino que este es obra del capital. De manera que definitivamente se olvide que la acumulación histórica de riqueza tuvo como fuente semejante origen, y de haberse dado apenas mereció una dádiva. Otra de pensiones, no tanto para barajarles las desproporcionadas e injustas que consiguen los burócratas acomodados, sino para que los pobres no las alcancen jamás y permanezcan libres, o mejor desempleados, para utilizarlos hasta que mueran.
Que el Estado, al que han condenado al ostracismo, les prepare los trabajadores que necesitan, pues por culpa de la pandemia se aceleró el acceso a nuevas tecnologías y la transformación digital de las empresas, y alguien ―que no sean ellos ni les represente erogación alguna, debe capacitar―. Además de ilustrar de manera conveniente a viejos y nuevos emprendedores de la buena nueva: que el progreso industrial y la competencia no se consiguen emulando a los desarrollados, como nos enseñaron desde el comienzo todos los sabios en la materia, sino a los que nos llevan una pequeña ventaja, es decir, a otros subdesarrollados.
Como quien en plena competencia deportiva dice "no vamos por el puntero sino por el penúltimo". Una forma de disimular el fracaso industrialista por cuenta de nuestra ingenuidad, pero suficiente acicate para continuar en la tarea de acumular unos pesos sin compartirlos con quienes les prestan su energía e inteligencia para conseguirlos y menos con el entorno patrio que les cohonesta sus problemáticos antojos capitalistas.