En los últimos diez días, los tele-ciber espectadores colombianos hemos saboreado casi indistintamente las mieles del triunfo y la derrota. Pasamos inadvertidamente de un domingo que causó malestar (y fervor) a muchos, por cuenta de los resultados electorales, a ocuparnos de Nairo y Rigoberto, de la selección del fútbol; en medio quedaron los niños fallecidos en Fundación Magdalena y los policías muertos en Saravena. Somos un pueblo diverso, complejo, cambiante. Tanto, que sazonamos con triunfos individuales las tristezas colectivas. Logramos transitar de uno a otro estado de ánimo sin vacilación ni mayor perturbación.
Hoy nos ponemos la camiseta tricolor, mañana la rosada, luego la blanca; hemos llenado los armarios de prendas para cada ocasión, y cargamos en la maleta, junto al portátil, los estados de ánimo y los hashtags que nos permiten reaccionar –según la tendencia- a cada publicación. Tenemos millares de “Me Gusta” disponibles indistintamente para una caricatura, una frase célebre (da lo mismo si es un cantante, un político, un escritor, una celebridad, etc), una noticia, un chisme, una foto o un artículo. Y por supuesto, también “un comentario” pertinente para cada asunto. En menos de una hora navegando por la red, nos enfrentamos a una avalancha de información, a un alud de datos tan variopintos, que ni siquiera tenemos tiempo de pasar de un estado de ánimo a otro. Quizá por eso, logramos mantenernos inmaculadamente indiferentes. ¡Claro, se nos encoje el corazón de tristeza y de alegría ante cada “noticia”¡ Pero tal sensación acaso permanece hasta el siguiente click, hasta el siguiente “Me gusta”.
En los comentarios a distintas publicaciones, se lee el fervor. No importa la tendencia o el tipo de portal. Tan pronto algo es publicado, llueven como en borrasca los comentarios, unos en favor, otros en contra, otros en son de burla, otros en contra de los comentarios a favor, otros en contra de los comentarios en burla y otros más, que se burlan de unos y otros. A fin de cuentas, sin importar de lo que se trate, todo termina condimentado con ingredientes similares; es decir, indistintamente devaluado, indiferente.
Como señala Lipovetsky en “La Era del Vacío”, este es un tiempo de caminantes solitarios en medio del desierto, de individuos, que resignados por la inercia, recorren caminos áridos, esos que surgen en la medida en que nos hemos vuelto aventajados en el salto con garrocha, es decir, que podemos saltar de uno a otro asunto sin mayor reparo; y en esa indistinción frente a las cosas, a los datos, a la información, bien pronto terminamos por convertirnos en indiferentes nosotros mismos.
Cuando alguien cuestiona uno u otro asunto, no faltan aquellos quienes reclaman “acciones concretas”, dicho de otra forma “soluciones efectivas”. Como si el mundo complejo que habitamos pudiera regirse por una dosificación universal, pero además, como si cada uno de nosotros, los que conformamos esta masa que se mueve casi en la misma dirección, le exigiéramos a los demás que nos digan exactamente qué hacer para cambiar. Es decir, reclamamos que nos mantengan junticos, indistintos, indiferentes. Estamos tan sumergidos en lo que se denomina “la opinión pública”, que hemos perdido (hemos entregado en bandeja de plata) por completo la posibilidad de arriesgarnos a una opinión particular. Vamos con las tendencias, con el tema del momento, preocupados por no perdernos de lo último, del dato actualizado “en tiempo real”… Y mientras tanto, ¿en qué lugar quedamos? ¿Cómo es posible que hayamos accedido a entregar nuestro tiempo de vida, incluso de ocio, en favor de la indiferencia? Si algo ha de llamar nuestra atención de colombianos como Nairo y Rigoberto, de Gabriel, de Radamel, de Fernando, de Silvia, de Merly, de Isabel, incluso de Juan Manuel, Oscar Iván y Clara, y de otros tantos, es que se trata de singularidades, de personas que reconocemos en la medida en que se apartaron de la muchedumbre.
Vamos tan mansos por este desierto, que incluso nos hemos convencido que no vale la pena tomar la palabra, ni tomarse el tiempo para reflexionar sobre lo que ocurre afuera de nuestras jaulas amobladas. Nos basta, al parecer, con consumir la cantidad ofrecida de información que permita que podamos comentar las “cosas que pasan” en nuestro país, y las que acontecen a los colombianos; y nos queda tanto tiempo, que hasta “estamos enterados” de lo que ocurre ¡en el mundo entero!