El papel más importante de un sello editorial (o por lo menos su naturaleza primigenia) consiste en el descubrimiento y en el reconocimiento de nuevas propuestas literarias. Una editorial, al mejor estilo de esas casas tipográficas que cometieron el riesgo de publicar a poetas anónimos, como en su momento lo fueron John Keats, Charles Baudelaire o el mismo Edgar Allan Poe, centra sus esfuerzos –o debe centrarlos– no oólo en el arte de reproducir los manuscritos de los escritores ya consagrados, sino en el arte de avizorar; de presentir a los nuevos y buenos creadores.
Publicar a narradores o poetas consagrados es muy fácil. Se podría decir que el mérito es menor. El acierto consiste en apostarle a la obra más que a los autores, lo cual muchas veces se abandona por ese afán desmedido de perpetuar las atmósferas o ambientes publicitarios. La tradición de Trilce Editores, pequeña editorial de la cual tuve noticias en 1984, consistió en rescatar, para los lectores de los distintos géneros literarios, la búsqueda muy personal y particular de poetas y narradores nacidos en las décadas de los sesenta y setenta.
No obstante, la impresión que la mayoría de jóvenes nacidos por esos años teníamos acerca de la literatura y de los escritores era que todos ellos estaban muertos y que eran seres que se situaban a muchos años de nuestra existencia. Teníamos noticias de ellos, pero eso era pura literatura, una materia en la que uno presumía que eran seres extraordinarios, ajenos a nosotros, habitantes de otros mundos: Julio Verne, Joseph Conrad, Alejandro Dumas o Emilio Salgari. Y esa fue, quizás, una de las cosas más significativas y reveladoras de encontrar una editorial a nuestro alcance. Por primera vez conocimos libros que nos hablaban de una literatura nacional, una literatura más nuestra. Por aquella época llegamos a los mitos desde la poesía. Gracias a un libro que Guillermo Martínez González, poeta y editor, nos regalara a varios jóvenes ávidos de buena literatura tomamos conciencia acerca del acto creativo y de cómo la recreación puede deconstruir un elemento de tanto arraigo como la escritura y darle un matiz desde lo imaginativo y lo literario.
Trilce Editores no solo nos trajo desde Bogotá –una ciudad en ocasiones remotamente presentida– la buena poesía de Guillermo Martínez González, sino que comenzó a mostrarnos una poética elaborada a miles de años de nuestro lugar enunciativo: China. Por medio de ese sueño de traducir a nuestra lengua la memoria de una de las culturas fundacionales del globo terráqueo pudimos acercarnos a poetas de talla universal como Lu Xu, Wang Wei, Lu Xin o Li Po. Y gracias a esos sorbos bebidos, muchos de nosotros (Ademir Agudo, Esmir Garcés Quiacha, Jáder Rivera Monje, Betuel Bonilla Rojas, Aníbal Plazas Barreiro, entre otros) comenzamos a suponer que la literatura no nos era ajena y que un sello editorial no era una supernova perdida en el espacio de los grandes acontecimientos.
Fue en ese instante, finales de los años noventa, cuando aquellos jóvenes intelectuales recién egresados de una facultad de literatura (algunos de ellos de Comunicación Social o de Derecho) vislumbraron un camino en lo que antes parecía un sueño: publicar un libro. Y Trilce era la única editorial que daba esa opción. En el Huila no existía (creo que aún no existe) un sello que brindara esas posibilidades con el arte y la responsabilidad que requiere un libro de literatura. Trilce Editores, pese a estar afincada en la capital del país, fue un puente entre la periferia, a veces detestable periferia, y el centro.
Pero ese no fue el único aporte de Martínez González. Además de editar bellamente Hechizo del verano, de Ademir Agudo (1994), y de materializar, una vez más, la bella propuesta literaria de Matilde Espinosa (Los héroes perdidos, 1994), Guillermo abrió espacios en revistas, librerías, programas radiales y ferias del libro, lo cual nos llevó a considerar que el cuarto de hora no era exclusivo de Andy Warhol y que los creadores nacidos en el Huila y en otras periferias de Colombia tenían la oportunidad de degustar las mieses que proporcionaban las páginas de un libro. Las mieses y los olores de sus hojas. Y puede sonar a historia manida, pero eso éramos nosotros: provincianos, desconocidos, escépticos, pero demasiado confiados en un futuro literario que aún no termina. Fueron muchos los libros editados: Los hijos del bosque (Jáder Rivera Monje, 1998), Aniquirona (Winston Morales Chavarro, 1998), La lluvia y el ángel (Rivera Monje, Garcés Quiacha y Morales Chavarro, 1999), Diez moscas en un platico con veneno (Jáder Rivera Monje, 2000), Danilo Danilero, cabeza de velero (Gerardo Meneses Claros, 2000), Presagio (Yezid Morales Ramírez, 2000), Emilio Alfaro, corazón de pájaro (Aníbal Plazas Barreiro, 2000), El arte del cuento: reflexiones, ejercicios, entrevistas, nuevas poéticas (Betuel Bonilla Rojas, 2009).
Y así como el Huila se vio reflejado en los intereses de un sello naciente, otros países escondidos en el territorio nacional empezaron a figurar en las listas de los publicados: La plenitud de la nada (Jorge Guebelly Ortega, 1995), Señales en la sombra (Matilde Espinosa, 1996), Atlas de callejerías (Carlos Fajardo, 1997), La orilla del medio (Hugo Niño, 1997), Las claves secretas (Eduardo Gómez, 1998), Diario del entomólogo (Jorge Cadavid, 1998), La luna en el espejo (Omar Ortiz, 1999), entre muchos otros.
Todos estos libros motivaron un registro en la nueva poética nacional, una poética que ya no estaba reservada a las limitaciones de las editoriales del centro, sino que contemplaba las voces que emergían de unas periferias menos conocidas. Son libros que no sólo nos hablan desde las distintas regiones de Colombia, sino que trascienden lo nacional para confrontarnos como poetas y narradores del mundo. Esa es la virtud de un sello editorial. Esa fue la virtud de Trilce Editores.