Todo cambio tecnológico viene precedido de un cambio en el pensamiento filosófico, o dicho de otra manera, se trata de una variación sustancial en la manera de pensar de los seres humanos. Esta premisa, que puede resultar un tanto compleja de comprobar, basta con examinarla a nivel de los cambios en la historia de la humanidad. Para entenderla, bien vale la pena devolverse en el tiempo para constatar algunas de estas variaciones. Este ejercicio de apreciación se puede llevar a cabo explorando ciertos aspectos técnicos que han ido cambiando la interacción de la humanidad con su medio y que han sido identificados como paradigmas tecnológicos o tecnoparadigmas.
A nivel antropológico se podría afirmar, casi sin temor a dudas, que la agricultura tiene su origen en el accionar sedentario de las tribus sostenidas en su mayoría por mujeres, ya que los hombres se iban a la caza o a los enfrentamientos bélicos con otras tribus. Por tanto, la agricultura, tal y como la conocemos le debe su desarrollo a la acción femenina. En este primer momento de la relación entre la especie humana y su entorno, la agricultura, y la interacción con los primeros animales domésticos, se consolidó la economía agraria. Esta actividad basada en la obtención de alimentos para la supervivencia de la especie, nos llevó, por falta de conocimientos técnicos que hicieran frente a las crecientes necesidades humanas, a grandes hambrunas, cuya última huella la encontramos en el siglo XVII, momento en el que la rotación de cultivos y otros cambios en la forma de cultivar, produjeron un aumento de la producción a una escala nunca antes conocida. Este periodo se podría identificar como pretecnológico.
No obstante, al entrar el siglo XVIII, hubo un salto que se evidenció en la generación sistemática de textiles y otros materiales que aumentaron la productividad a un ritmo sin precedentes. Para que esto fuera posible, era necesario tratar de satisfacer una necesidad humana que emana de nuestra voluntad de ser: la expansión. Una mirada al ritmo de los mercados antes del siglo XVIII, muestra que el orden del capital era incipiente. Todavía quedaban los recuerdos de las hambrunas y las grandes enfermedades que las acompañaban, por lo tanto, para dejar atrás ese periodo de la humanidad como algo superado, era necesario un giro hacia el exterior, mismo que se logró al cubrir y sobrepasar la demanda de bienes en las sociedades más adelantadas del momento. Este periodo se podría llamar el primer salto oficialmente tecnoparadigmático. ¿A qué se debió? A que por primera vez se dejaba atrás un estadio social frenado por la miseria, el hambre y las pestes, para dar paso a una liberación de la mente humana, al menos a nivel de occidente.
Este salto vino acompañado de avances que en términos de velocidad, se movían tanto o más rápido que el caballo, pero que, a diferencia de este último, no se cansaban en tanto sus gargantas fueran alimentadas constantemente con carbón. Esta nueva bestia de carga nunca antes conocida, llamada máquina de vapor, acelero no solo el sistema de transporte, sino el comercio y las comunicaciones entre regiones distantes unas de otras. La aplicabilidad de esta máquina, llevada al menos a dos medios de uso continuado por todas las sociedades conocidas, tierra y agua, produjo nuevos modelos de intercambios de materias de toda índole, así como aumento de los viajes y con ello, renovados anhelos colonizadores, especialmente por parte de los europeos.
Ahora bien, si el siglo XVII fue el siglo en el que se pusieron a prueba las capacidades de adaptación del hombre frente a las necesidades básicas, el siglo XVIII marcó el giro hacia el mercantilismo. La máquina de vapor se empleó en distintos sectores y el mundo fue invadido con mercancías mayoritariamente provenientes de las fábricas británicas y norteamericanas que necesitaban vender a la mayor cantidad de mercados posibles, por ello no fue gratuito que apoyaran la liberación de la mano de obra cautiva en las sociedades aún sujetas a imperios, como fue el caso de las incipientes luchas independentistas en América frente a España.
El siglo XIX vio surgir las naciones de América Latina y las mercancías almacenadas en los depósitos alzaron el vuelo, no sin antes ganar por partida doble al venderles las armas con las que combatieron y hasta los uniformes con los que se vestían los soldados de la patria y también los del imperio. Los vapores circularon por todos los océanos y ríos del mundo y los ferrocarriles hicieron lo propio hasta lugares inimaginables, haciendo no solo viajar los productos, sino igualmente a los representantes comerciales con los que se hacían transacciones, acuerdos y hasta los empréstitos con los que se engrosaron deudas impagables al día de hoy.
El siglo XIX aumentó las capacidades productivas de los países más avanzados y le vendieron la idea a los demás de que en algún momento futuro, ellos también alcanzarían ese mismo nivel, siempre y cuando siguieran al pie de la letra sus recomendaciones financieras y sociales. El progreso, idea que nació en nuestras ideas del futuro, era por entonces el motor de la historia y muchas naciones se creyeron ese cuento de rabo a cabo sin cuestionarlo. La modernidad alcanzó su nivel de popularidad más alto. Aún se podía expandir más el mercado de los capitales y la industrialización iba a ritmos acelerados, porque todavía quedaban mercados por colonizar.
Las luchas por los derechos laborales no se hicieron esperar. El capitalismo no es humanista, pero depende del ser humano, de donde saca una parte sustancial de sus dividendos. De hecho no creo que la liberación de mano esclavizada sea el resultado de un proceso de madurez histórica que nos haya conducido a un reconocimiento de la igualdad en la especie humana, sino la racionalización de un hecho constatable: la manumisión resultaba más rentable. Si se liberaba la mano de obra, ya no tenía el amo que seguir manteniéndola. Ahora el amo de la tierra, las tiendas y los bienes, podía vender a los exesclavizados y estos tenían que trabajar por un sueldo que retornaba íntegro a manos del ahora patrón, amén de las condiciones de poder preexistentes en una sociedad esclavista.
Y así se pasó a la economía industrial, pero no sin que antes la clase trabajadora tuviera que luchar arduamente para alcanzar las ocho horas de trabajo, que al menos en occidente, se tuvo que conceder junto con el estado de bienestar, para poder evitar una inminente caída de muchos países en las garras del marxismo. Se crearon las cadenas de producción y las fronteras de los países prácticamente desaparecieron en pos de un mercado de tendencias globales. De hecho, en algún momento del siglo XX, se le concedió personalidad jurídica a las empresas, con lo cual se podía demandar a un estado, cuando las prioridades de una entidad se ponían en riesgo frente a los intereses nacionales. Nada podía frenar el capitalismo galopante, ni siquiera los intereses identitarios, al menos no para aquellos que viven por fuera de las naciones más desarrolladas, es decir, un puñado de apenas unos cuantos países dentro del concierto de los doscientos y tantos que actualmente existen, se podían permitir el discurso nacionalista empleado en el “made in”.
El avance durante gran parte del siglo XX de tecnologías nunca antes conocidas, provocaron cambios vertiginosos en la forma de interactuar los seres humanos. El siglo XX produjo más tecnología que ningún otro momento de la historia, especialmente a partir de la segunda mitad en adelante, cuando no solo logramos conseguir el sueño del ser humano de poder volar, sino que, incluso, fuimos capaces de viajar a la luna e iniciamos la carrera espacial; pero no obstante los avances y los conocimientos científicos, la pobreza aumentó y no hemos podido completar el proyecto filosófico de la modernidad, entre otras cosas, porque nuestros modelos formativos no crean mejores seres humanos, pero no en el sentido eugenésico de Francis Galton, sino a nivel de los valores como ser social y político, que es en últimas, hablar de lo mismo.
Hemos pasado de las vacas y los bueyes a los textiles, los vapores y los trenes, luego a la industria pesada, las cadenas de producción y a la economía industrial donde las empresas multinacionales tienen tanta personalidad jurídica como las personas mismas y aún más; cada uno de estos saltos ha estado ligado a lo que al inicio de este escrito se ha denominado tecnoparadigmas. Cada paradigma tecnológico no hubiese sido posible sin los necesarios cambios en el pensamiento humano, lo cual es en últimas, un asunto de adaptación a las necesidades del momento. Esto nos lleva al quinto de estos saltos, en el que nos encontramos en pleno siglo XXI.
Hace apenas unos cuantos años, si tenemos en cuenta el continuum espacio temporal en el que nos encontramos inmersos, enviar una carta de un lugar a otro del mundo requería de al menos quince días, hasta que apareció el internet y con esa herramienta, el correo electrónico que cambio profundamente nuestra manera de comunicarnos. Más aún, con la aparición del Blackberry, podíamos recibir esos emails y manejar nuestras actividades en la palma de la mano, y cargar con ellas a todos lados. Pero el Blackberry es ahora cosa del pasado, un elemento que no pudo con la vertiginosidad de los cambios y en un abrir y cerrar de ojos, fue reemplazado por los teléfonos inteligentes sin los que la vida de los jóvenes de hoy en día parece no tener sentido.
En los últimos años, se han invertido ingentes cantidades de dinero para desarrollar y poner a disposición de la gente tecnologías del entretenimiento. Son tecnologías adictivas, que mantienen a la gente pegada a los televisores, celulares, tablets, Ipads y cuanto aparato se dan por inventar las compañías tecnológicas más avanzadas. A nadie se le hubiese ocurrido que hasta hace apenas un par de décadas, los teléfonos Nokia, lo último en el grito de moda, pasarían a ser otro nombre más en la larga lista de ofertantes de celulares, y que podríamos ver en la pantalla sensible al tacto de nuestros teléfonos móviles, cualquier película en plataformas digitales como Netflix, HBO, o Amazon Prime. Este es el salto de la economía post-industrial, la tecnología financiera, el entretenimiento, las telecomunicaciones, el turismo, el ocio y la globalización.
Ahora nos aprestamos a dar un nuevo salto, el de la robótica, la inteligencia artificial, la realidad virtual y la unión entre el hombre y la máquina. Alguien dirá que ya eso existe, y sí, pero no aun a una escala en la que el ser humano ya no es necesario en la cadena de producción, aunque no deje de ser consumidor necesario.
Ahora contamos con redes 4G y 5G, capaces de transmitir todos los datos necesarios para que las grandes compañías tecnológicas sepan absolutamente todo de nosotros: donde andamos, con quien hablamos, lo que opinamos, nuestros gustos, lo que consumimos, con quienes nos rodeamos, nuestra intimidad más pudenda, cada pedacito de nuestro ser, porque los móviles pueden rastrear hasta los períodos menstruales de las féminas, esto sin mencionar el conteo de nuestros pasos, los latidos de nuestros corazones, ritmo cardíaco, presión arterial, capacidad respiratoria, altitud, horas de sueño, y un largo etcétera en un solo aparato.
¿Para qué necesitan estas compañías tanta información de ocho billones de seres humanos? Solo un puñado de ellas, esto es, Google, Apple, Xiaomi, y Samsung, acumulan diariamente tantos datos nuestros que alcanzarían para llenar bibliotecas enteras de libros con nuestros nombres y no cabrían en todos los estantes con nuestros datos, ¿para qué?
La eficacia, esa parte importante para alcanzar el progreso, ha terminado por ganarle al progreso mismo y lo ha dejado atrás, olvidado en los anaqueles de las bibliotecas que ya nadie consulta. El progreso ya no es el motor de la historia, ni la modernidad nuestro proyecto a escala humana. Ya no hay modelo filosófico a seguir. Casi ninguno de los grandes pensadores que nos legó el tiempo pasado puede dar cuenta del sin sabor frente al futuro en el que nos encontramos, porque, así como llegó el internet y rompió nuestros esquemas de la rapidez, ahora apareció (o lo aparecieron), el COVID-19 y nos devolvió en el tiempo en un pis pas. Ocho mil millones de seres humanos en un mundo que, de pronto, se ha replegado sobre sí mismo para abandonar el resultado de todas las luchas sociales en pos de la libertad, por un pedacito de seguridad efímera, la que nos queda al refugiarnos en nuestros hogares, los que tenemos la suerte de contar con uno.
La economía transindustrial ya no necesita de grandes cantidades de trabajadores y, por tanto, ya no es necesaria la labor humana como antes. De los ocho billones de seres humanos que existimos actualmente, solo 3.5 trabajan y según los últimos análisis, por causa de la pandemia creada para provocar precisamente esta crisis, se han tenido que cerrar cientos de millones de negocios a nivel global y la re-apertura no parece dar los resultados económicos esperados. Miles de aerolíneas que transportaban millones de seres humanos cada semana, tienen la gran mayoría de sus aviones en tierra. Cientos de miles de hoteles, y otros tantos de restaurantes que recibían a los turistas de todas partes del mundo han tenido que cerrar sus puertas y la consecuencia de ello es que mil quinientos millones de empleos se van a perder en lo que se acaba esta crisis. Con otras palabras, si solo dos mil millones de empleados mantendrán sus empleo, y dicho sea de paso, cuántos miles de millones de seres humanos pueden mantener esos dos mil millones que tendrán trabajo, ¿cómo han de sobrevivir al menos unos cuatro mil millones de personas, asumiendo que esos dos mil millones de empleados pueden sostener a una cantidad igual a ellos?
Aterra si quiera plantearse esta pregunta, especialmente para aquellas personas que creemos en el ser humano y en su capacidad para idear, crear y construir(se): ¿es el ser humano inadecuado para lo que viene? Si hay algún futuro para las estirpes condenadas de la tierra, como afirmó García Márquez, ahora es el momento de empezar a crear nuevas ideas que nos saquen de esta realidad no futurista del ser humano. Un nuevo paradigma filosófico es necesario. Si ya no es posible retomar el proyecto de la modernidad, es hora de plantear alternativas a un modelo económico y social que ya está erosionado y en proceso de volverse polvo.