No es nada personal. Todos, seamos o no presidentes de la República, merecemos el respeto de los demás. Y Juan Manuel Santos —a quien nos conviene que le vaya bien— no es una excepción.
De niña aprendí que quienes ostentan una dignidad, lo merecen un tris más, precisamente por tener méritos; por ser rectores, alcaldes, gobernadores, premios nobel, magistrados, presidentes… Pero, al mismo tiempo, me enseñaron cosas más prácticas. Cuando estaba lista con el tutú y las zapatillas, y me entraba el pánico escénico antes de que se abriera el telón, mi papá me decía que jugáramos a que el público era un sembrado de lechugas; el miedo se me evaporaba.
Pero crecí y las lechugas cambiaron de estatus; me volví vegetariana. Menos mal salió al quite una de mis hermanas. “Bobita —me dijo— si te imaginás a los asistentes en calzoncillos o en piyama, ellos pierden la ropa y vos el susto”. Todavía gozo de lo lindo con esta receta casera, sobre todo en reuniones de gente pedante y aburrida. Algunas veces debo esforzar un poco la imaginación, otras…
Por ejemplo en el caso del presidente Santos. ¿Se acuerdan de la noche que pasó en una vivienda de interés social en Valledupar? A la mañana siguiente, con la pedicura y el blower recién hechos, se caló sus bóxers azul cielo y se repantigó en un trono verde —¿un puf?, ¿un sanitario?— dizque a leer El Pilón. La foto le dio la vuelta al mundo porque un jefe de Estado, posando en paños menores, no se ve a diario. A mí me cayó de papaya. Y sin esfuerzo.
La magdalena remojada en té que me trajo todo esto a la memoria fue “El hijo del Santo”, una deliciosa entrevista publicada en Bocas, en la que el hijo del Santo, el legendario luchador mexicano, cuenta lo que las máscaras han significado en las vidas de la familia. Dice: “Yo salgo de mi casa y me voy con máscara; y cuando ya veo que no hay nadie, me quito la máscara. Llego a las ciudades donde voy a luchar, sin máscara y me enmascaro cuando llego a la arena”.
Lo vuelvo a leer y pienso en Santos. Cuándo lleva máscara y cuándo no, me pregunto. (No lo digo porque me parezca feo —papacito, tampoco—, cada quien es como es o como quiere ser o como puede ser). ¿Llevaba máscara cuando, en su calidad de ministro de Defensa, ayudó a enemistar a Colombia con Venezuela?, ¿cuando, elegido presidente, declaró a Chávez su nuevo mejor amigo? ¿Lleva máscaras de ocasión cuando prende una vela a Dios y otra al diablo en relación con el proceso de paz, la situación del Catatumbo, el orden público nacional? ¿Lleva máscara cuando afirma no creer en las encuestas?, ¿cuándo nos pinta un país que parece de acuarela?, ¿cuándo sostiene que no quiere reelegirse él sino sus políticas? ¿La lleva cuando se comporta como lo que es: un santafereño de rancia estirpe o cuando pretende despelucarse para aumentar los índices de favorabilidad? ¿Lleva diferentes tipos de ellas según hable con políticos, con empresarios, con sindicalistas, con campesinos, con estudiantes?, ¿cuándo se codea con Obama o con sus colegas de Unasur?, ¿cuándo se muestra conciliador o cuando pasa por encima del que se le atraviese —información de corrillos capitalinos— con tal de conseguir lo que quiere?
En fin, que si el Santos de nosotros coincide con el Santo de los otros: “Tengo muchas máscaras… Las estoy guardando desde que empecé, no sé cuántas tenga, es difícil que las regale”, podría seguir formulándome preguntas ad infinitum. Además como no cansan, ni dan calor, ni resecan la piel…, las máscaras, en el primer clóset de la nación las debe haber para dar y convidar.
COPETE DE CREMA: El escritor italiano, Giovanni Papini (1881-1956), refrendó en Gog lo que años después diría el hijo del Santo: “Todos los hombres deberían tener en su guardarropa, junto con los sombreros, las máscaras tristes para sus visitas de pésame y los funerales, la máscara patética y amorosa para los flirteos y los casamientos, la máscara riente para ir a la comedia o a las cenas con sus amigos, y así por el estilo”. Sicuro.