El concepto de calidad educativa es tan amplio y a la vez tan esquivo para cientos de escuelas en Colombia que hacen sus esfuerzos por brindar una formación integral con altos estándares de competencias y desempeños óptimos en sus estudiantes.
Otras instituciones educativas han cifrado sus esfuerzos en cambiar un sistema curricular de tradición en donde el conocimiento y la academia se consideraban lo más deseable e importante.
Ahora, parece ser que la mayor inquietud radica, más allá de la enseñanza, en el aprendizaje de los educandos, de los docentes e incluso de los mismos padres de familia, para lo cual se han conformado eficientes redes de trabajo en equipo y cooperación para fortalecer los procesos de formación estudiantil, desde el ser y el saber, el sentir y un hacer con sentido social.
No obstante, miles de escuelas han fracasado en ese intento y todo su proyecto educativo no ha sido más que un aporte teórico, sistemático y repetitivo.
Es loable la tarea de quienes han dinamizado cada palabra escrita en los documentos institucionales (PEI, proyectos de aula, plan de estudios, plan de mejoramiento institucional, proyectos transversales, plan de área), aquellas escuelas que han trabajado no para el aula, sino para la vida, no sólo para la ciencia sino también para el arte.
Esas escuelas que se esmeran para que sus egresados sean transformadores de realidades adversas, servidores sociales con una gran visión crítica y un alto desempeño en su actuación académica y cultural, merecen toda la admiración posible. Y es que aquellas instituciones que gozan de este reconocimiento han entendido lo importante que es ser líder y maestro, no jefe y trabajador escolar.
Las escuelas transformadoras gozan de un ambiente flexible y espontáneo, se atreven a innovar pese a los traumas del cambio y a la resistencia de los hábitos de quienes se han quedado sólo con la idea de enseñar y evaluar únicamente desde los exámenes de verificación del conocimiento.
En toda esta marcha incesante por construir una nación justa y potencialmente competitiva desde la educación, existe una responsabilidad que, en ocasiones, ha perdido su valor o por lo menos, algunos no la han asumido con el deber, la convicción y el carácter que ello demanda. Se trata de la figura de rector o rectora, una razón esencial que permite abrir los caminos hacia un verdadero cambio dentro de las dinámicas educativas.
Los rectores de las escuelas de hoy están llamados a ser genuinos líderes y no sólo jefes administrativos. Están llamados a llevar la bandera de la investigación, de la innovación didáctica y de ser un ejemplo activo de lectura, escritura y de buenos modales.
Enseñar con el ejemplo debe ser su lema, su imagen proyectada en distintos escenarios debe ser impecable, pues del impacto de sus aciertos depende en gran medida la efectividad de sus propósitos.
Un jefe rector se dedica a verificar procesos y determinar, en términos cuantitativos algunos indicadores, pero un líder educativo retroalimenta cada acción pedagógica, se involucra, construye con sus docentes y asume su rol de manera formativa. Un líder rector entra al salón, conversa con los alumnos, orienta una clase, lee y escribe con ellos. Les demuestra a sus estudiantes que los entiende, que los apoya y los corrige para su bien, hace para ellos los días más agradables entre las paredes de la escuela.
Un rector líder es humano, acepta con vehemencia y gallardía sus errores y lucha hasta corregirlos, tal vez, con la ayuda de su equipo docente o si su misma razón le permite con humildad, un cambio de fondo.
El rector líder provee a sus docentes todo lo necesario para que éstos disfruten de su labor, siempre sonríe a pesar de las vicisitudes, sabe que una sonrisa puede ser un buen antídoto contra la tristeza y el estrés.
Un jefe rector nunca llama a sus docentes para reconocerle su función social, sus aciertos, sus experiencias significativas, sólo se fija en sus fracasos y en sus faltas o limitaciones cotidianas.
Un rector líder permanece más tiempo en la escuela charlando con sus compañeros docentes, aprendiendo de ellos también, compartiendo con los estudiantes, debe sin duda, estar más tiempo en la biblioteca que en una oficina encerrado firmando documentos.
Un rector líder goza del cariño de los padres de familia y la exaltación de una comunidad. En cambio, de un jefe rector sólo ven su carácter impositivo e imperativo para hacer cumplir algunas acciones.
No es fácil ser un líder rector, sin embargo, algunos logran construir su propio crecimiento por ser humildes, sencillos y sobre todo siempre abiertos a aprender, escuchando más a los demás que imponiendo sus propios juicios.
Los líderes no se creen superiores a nadie, en cambio, los jefes anteponen su cargo sobre sus actitudes.
Es claro que una escuela que hace las cosas bien, en la que se respira un ambiente laboral agradable, académico y culturalmente rico, tiene sus causas en aquellos que han entendido que la educación es más que una teoría, entonces se entiende como una excusa perfecta para crecer en el aprendizaje y la fortuna de disfrutar diariamente de instantes de felicidad.
Esa debe ser la escuela de hoy, la que nos hace distintos, las que cuentan con líderes de corazón y razón y no de jefes que tienden a marcar la historia desde sus propios fracasos.