“Al principio todo era oscuridad.” Así comienzan todos los mitos fundacionales de las culturas más antiguas de este pedazo del universo que nos tocó en esta oportunidad. La oscuridad como nada. La oscuridad como vacío. La ciencia también acude al mito y explica la explosión inicial que hizo posible el polvo cósmico. Desde la oscuridad, para variar.
Siendo más precisos, del inimaginable universo hasta el finito pedazo de planeta en que habitamos y el cual intentamos acabar a cualquier precio; y más acá, este país y este territorio que también se ha convertido en una obsesión inmediata para destruir; mucho más precisos —otra vez— en este Caribe de sueños y frustraciones.
Acudimos al mito fundacional de la oscuridad para reclamar un “Big Bang” necesario para derrotar a las sombras que se ciernen sobre nuestro pequeño universo de luces y colores. Este Caribe de nuestras entrañas y vísceras salobres.
Nos creímos por mucho tiempo que no éramos una tierra fértil para la violencia. Allá los pájaros del centro occidente, los “sangres negras” de las páginas judiciales de los diarios interioranos y los chulavitas que apenas reconocíamos en la literatura de mediados del siglo pasado.
Nosotros éramos otra cosa.
La tranquilidad en el Caribe se asociaba con la cómplice hamaca colgada a la espera de un cuerpo (o cuerpos) sedientos de reposo. Con el lento tic tac del reloj derretido —a lo Dalí— en el sopor del tiempo inexistente como medida.
Nosotros éramos otra cosa.
El trabajo se tomaba como una diversión apuntalada en el esfuerzo y en el aparente embrollo sociológico de que “el mundo estaba bien repartido” o “que Dios de aritmética nada sabía”.
Nosotros éramos otra cosa.
La vida era celebrada con la fiesta y la alegría de sentirse vivo en los segundos que transcurrían, sin pensar que el mañana traía un afán, que el mismo se controlaba como con una mano invisible y poderosa.
Pero no. Vivimos un espejismo Caribe. Largo, prolongado, como esos desiertos que los producían y con esos soles de canícula que enceguecían a los viajantes; extraviados en sus propias arenas de la memoria y el olvido.
La aritmética del dios de los cielos estaba errada. Había que hacer reforma agraria para quitarle al que todo lo tenía para entregar la tierra a los desposeídos hombres rurales. Se hizo. Pero poco se transformó el paisaje de la pobreza campesina. La fotografía sigue siendo la misma en el Caribe. Ahora la diferencia es que ese campesino tiene un carné y una cuenta bancaria de desplazado por la violencia y ya sabe digitar claves electrónicas en cajeros futuristas para su primitivo mundo.
Construimos héroes populares a nuestra manera bajo la sombra clandestina del cultivo y comercialización de la marihuana de la Sierra Nevada Madre y nada perturbaba esa cultura de progreso admirable de unos pocos padrinos amplios y generosos de medio pueblo de niños moros; hasta que aparecieron los mercaderes de sombras que bajaron de las cordilleras y decidieron tirarse el negocio a punta de marketing.
Jugábamos al béisbol porque era nuestro tributo al sentir Caribe y era la forma de conectar el mismo home run con todas las bases llenas y con él, derrotábamos a la tristeza y al abandono en el que nos sumieron los paisanos del centro indiferente.
También jugábamos al fútbol porque nos sentíamos universales. Además de hacer todos los goles necesarios con la picardía Caribe que envidian otros.
Festejábamos en un eterno carnaval —y en una eterna parranda— la burla a la muerte y ella se convidaba con nosotros en sus máscaras y marimondas para olvidarse de sus asuntos más serios y dejar de perseguirnos por el día que transcurría. Allá ella y sus tercas insistencias.
Hasta hacíamos la política de manera extraña: rojos, azules, rojos comunistas y de otro espectro cromático, nos odiábamos frente a los discursos y los incendios verbales, pero éramos capaces de sobreponernos con un abrazo, un chiste recurrente y circunstancial o con una palmada en la espalda que era capaz de borrar diferencias insondables. O lo mejor. Con el tenue y fuerte sentimiento del compadrazgo que todo lo curaba.
No vamos a llamar a la nostalgia para que cubra con su manto triste a los recuerdos.
No. Pero si es pertinente reconocer que ni el paramilitarismo rampante que se tomó a la sociedad Caribe y que no la abandona tan fácilmente podrá quitarnos la esperanza de erradicar el miedo y la confusión de nuestros rostros.
No. Pero ya es hora de darle una patada en el culo a todas esas formas de politiquería rastrera con la que nos han identificado en medio país y medio. Así como los toros bravos son llevados a las corralejas, así de igual nos quieren llevar a votar por unos políticos sin rostro y con miles de caras.
No. Pero si es posible acabar con la corrupción que carcome a los cimientos de esta sociedad e incluso, tipificarla como vergüenza social frente a la indiferencia de la justicia corrupta.
Coda: si logramos apostar por estas tres ilusiones, habrá un Caribe más justo, incluyente y productivo para las millones de alegrías andantes que adoramos a la mar.