Interrumpiendo mi habitual “no tengo ganas de hacer nada”, vi por primera vez lo que me pareció una maldita sonrisa entrando triunfal por la puerta de mi llamado entonces antro.
Su sonrisa me parecía satírica; era como si se estuviera burlando de los que habíamos sido castigados por el dizque “progreso”, “las buenas costumbres” el “salir adelante” y más excusas para obligarnos a ir a la escuela.
Él solo sonreía. Esa fatídica sonrisa me recuerda hoy día a los ojos del anciano de Corazón delator, no porque significaran para mí una intranquilidad de vida, sino de conciencia; ¿cómo podría sonreír, el muy haragán, si donde entraba era a un salón de clase. ¿Sería nerd?, ¿se iría pronto?
Reynel tendría unos 18 años aproximadamente y, para colmo de males, se convertiría en uno de los primeros en llegar al salón. Su estatura era baja para su edad; ¿se quedaría así por el resto de su vida?
La hiena, mientras, sonreía inclusive en el peor ritual para un estudiante nuevo; el profesor lo “ubicó”, como si fuera un gran jarrón de flores, en frente del profundo tablero verde y dejó salir de su de su boca lo que, por consiguiente, me haría sentir peor hasta después tres meses: “Reynel es un niño “especial” y estará cursando el grado séptimo, viene muy contento y espera tener muchos amigos en el colegio”.
Reynel sonreía.
“¿Niño especial?, ¿acaso no todos somos especiales? Decía, “¿no tenemos todos algo especial?, ¿se refiere a que tiene algún retardo?”. Mientras tenía una ensalada de sensaciones; entre rabia, deseos de burla por su edad, lástima por su condición, había una más que no comprendía en ese momento y que me tomaría casi 20 años, al recordar al imberbe: darme cuenta de que lo que sentía era envidia.
Y muy seguramente por esa razón o por remordimiento de mis malos sentimientos o simplemente como una actitud de rebaño, me empecé a acercar a Reynel como ya lo estaban haciendo mis compañeros; siempre se produce esa sensación de conocer al “nuevo”.
Reynel sonreía y contestaba “sí” cuando quería asentir o no entendía algo y un “no” para negar rotundamente alguna petición o evadir una pregunta. Esos “noes” que rara vez usaba iban acompañados de un letargo e incómodo silencio y un intento de sus facciones por apagar su estiramiento facial; al tiempo comprendí que Reynel tenía cierta parálisis de rostro ya que se estiraba como si se estuviera riendo todo el tiempo.
Y “NO”, no fuimos los mejores amigos como podría llegar a creerse siguiendo el ritmo de este relato, ya que poco tiempo después tuve que desplazarme, junto con mi familia, hacia la capital de mi departamento; desplazamientos comunes en épocas un poco más violentas por esos años. Debo advertir que lo importante en este relato no es mi amistad con Reynel, ni el importuno que me causara su sonrisa, sino en cuál habrá sido el disfrute de Reynel, ¿era el colegio, la causa de su risa forzada?, ¿compartir con otros? ¿qué significábamos para él?
Espero que haya disfrutado las tardes de fútbol, las innecesarias idas al río a buscar materiales para algún trabajo de artística, en las escapadas de clase, y en muchas otras actividades que, por moderar el escrito y darle un poco de prudencia, no se pueden contar. En fin, éramos muchachos, ¡que épocas!, entre otros muchos momentos que vivimos como compañeros del sonriente Reynel y que, creo, mis demás compañeros también disfrutaron, y que, al verlo desde esta perspectiva caigo en la cuenta de lo mucho que aprendí.
Miro hacia atrás y recuerdo su maldita sonrisa el primer día, su voz diciendo “sí”, su forma de correr y todas las carcajadas que nos sacaba cuando aún nos causaba gracia su forma de correr mientras compartíamos nuestra pasión por el fútbol y hablábamos sobre nuestros jugadores favoritos hasta que alguien volvía al tema de cómo corría Rey y él, con su sonrisa mucho más forzada y voz mucho más alegre decía “sí, yo corro así”.
El parco y retraído se convirtió, en ese poco tiempo, en el primero que elegíamos cuando armábamos equipos, en parte por lástima de su condición, pero además por su pierna de acero. El sonriente empezó también a ser nuestro amigo especial, nuestro compañero especial, nuestra fuerte defensa en la cancha, nuestro estudiante especial; sabíamos que era el único que tenía el año asegurado, a pesar de su inmunda letra y de nunca pararse ante el filo de las miradas en las exposiciones.
Rey era nuestro amigo, nos daba confianza. Yo hablaba de él en mi casa, me inspiró a pensar en todo lo que podría hacer cuando tuviera 18, en si algún día podría sostener mi sonrisa mientras estaba en el colegio, en que me gustaría que mis compañeros me quisieran, así como a él, que las niñas me fueran tan tiernas como eran con él, que mis profesores me tuvieran paciencia como la tenían con Rey, en fin, no es que yo quisiera ser especial por su condición es solo que la escuela no era un lugar agradable (como sospecho podría seguirlo siendo para muchos) y eso lo habría hecho un poco más cómoda.
Admito que esta es una de las causas por las cuales envidiaba a Reynel y otra por las cuales odiaba su sonrisa.
Y con la imagen de un Reynel sonriente, con su seguridad económica para empezar y terminar sus conversaciones con un “sí” o un “no”, también, intento sonreír desde balcones, buscando a algún Estévez a quien saludar y mientras dirijo mi mirada, como lo haría la esposa del médico buscando la ciudad pregunto: ¿todavía sonríes, Reynel?, y de ser así, “decidme”
¿De qué, maldita sea, te ríes?