¿De qué sirve estudiar un doctorado en Filosofía? Para muchas cosas, sin duda. El próximo 23 de febrero en horas de la mañana, recibiré en el Aula Magna “Fray Domingo de las Casas” de la Universidad Santo Tomás, después de nueve años, el título de Doctor en Filosofía.
Durante este tiempo, recibí una formación rigurosa, acaso de los mejores filósofos de Iberoamérica, al tiempo que mi cabello se volvía como la nieve y el patrimonio económico familiar entraba en un penoso desmedro. No es para menos.
Mis cuentas astrales indican que gasté más de 90 millones de pesos en mi formación doctoral, buena parte de los cuales aún adeudo a las cooperativas del Magisterio y a algunos bancos, pues nunca recibí apoyo económico de la Secretaría de Educación del Distrito, ni solicité ninguna comisión de estudios remunerada. Aun así, creo que ha sido la mejor inversión que he podido hacer en la vida que me fue dada vivir.
Pero ¿Para qué sirve un doctorado en Filosofía? Dice Francois Rabelais que el gigante Gargantúa, cansado de los pocos avances que lograba notar en la educación medieval, tradicional y conservadora que su hijo Pantagruel recibía de sus maestros, decidió entregárselo a Ponócrates, un maestro emancipador del siglo XVI francés. Ponócrates aceptó el reto de hacerse cargo de la educación del joven con el compromiso de que éste bebiera agua de la flor del eléboro “para que olvidara todo lo que había aprendido bajos sus antiguos preceptores”.
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La obra de Rabelais es una hermosa invitación para acercarse a aquellos avatares que tuvo que sortear la educación liberadora desde un principio. Allí encontramos, entre otras cosas, las maneras de enseñar, los currículos, las características de los estudiantes y las cualidades que debería tener un maestro en el siglo XVI. Rabelais ¿acaso podría ser el Maestro ignorante de Jacques Ranciére? No lo sabemos.
Quizás nunca lo sabremos. Pero el brebaje de la “flor del eléboro” siempre nos recordará que una de las habilidades que todo maestro, ignorante o sabio, tradicional o emancipador, moderno o postmoderno debe desarrollar, es la capacidad de “des-aprender”. ¿Des-aprender qué? ¿Des-aprender el currículo? ¿Des-aprender la escuela? ¿Des-aprender lo que enseñamos? ¿Acaso aquellos que decidimos dedicar todos nuestros días al aprendizaje de los otros tenemos que beber cada mañana al despertar agua de la flor de eléboro?
Un doctorado en Filosofía sirve, o por lo menos me ha servido a mí, para des-aprender lo que he hecho en las aulas los últimos 27 años de vida profesional. Hoy, por primera vez, no les indico a mis estudiantes de la IED Alfonso Reyes Echandía de la Localidad de Bosa qué leer.
Cada uno de ellos, en cambio, ha elegido su propio texto, su propio autor, su propia lectura. De tal suerte que el aula se nos ha convertido en un sanedrín, una asamblea de rostros, de voces y de oídos, donde cada uno da cuenta de lo que ha leído a lo largo de los días y lo hace a través de las voces de Mario Mendoza, J.K. Rowling, Eva Muñoz, J.R.R. Tolkien, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Shakespeare, etc.
Aceptar que lean sus propias lecturas me ha permitido acercarlos a la Filosofía de otra manera, a que encuentren en la lectura una forma distinta de preguntar, a relacionar la literatura con la Filosofía y a asombrarse con lo que encuentran en cada página leída al tiempo que he dejado de enseñar Historia de la filosofía. El doctorado en Filosofía me ha enseñado a hablar menos y a escuchar más, a aceptar que la primera palabra es la del Otro, la de cada uno de aquellos que aprenden de mí, he entendido que uno aprende también de aquellos que aprenden de uno como decía H. G. Gadamer.
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Con tantas lecturas y tantos textos todos hemos descubierto qué las imágenes que tenemos de la muerte no corresponden a nuestra propia muerte, ni qué esta sea lo peor que nos puede pasar como ya creía Sócrates, o qué el mejor de los amantes no es el que está dispuesto a dar la vida por el amado como anunciaba Platón en El banquete, o qué el suicidio constituye nuestro último poder sobre nosotros mismos como afirmaba Emmanuel Levinas, etc.
Des-aprender me enseñó que para filosofar no es necesario leer a los filósofos clásicos, porque no todos los niños ni todas las niñas desean ser filósofos, pero leer a Sócrates, Platón, Aristóteles, etc., sí puede ayudarnos a comprender mejor lo que leemos, así como también a entender lo que es la vida, la muerte, el amor, la belleza, el miedo, entro otras.
El doctorado en Filosofía me ha enseñado que no es el amor a la sabiduría sino la Filosofía del amor, del amor por el Otro, el origen de una nueva educación: “una educación, desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma.
Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética -y tal vez una estética- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal”, como soñaba García Márquez a mediados de la década de los noventas.
La Filosofía del amor es un movimiento pedagógico que adquiere vigencia en un mundo donde la pirotecnia bélica actual cuestiona nuestra humanidad. Nos señala la importancia de sobrevivir al diluvio atómico, luego de concebir la idea de fabricar un “arca de la memoria”, como creía García Márquez.
Un arca que nos transporte como en “una botella de náufragos siderales arrojada a los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad de entonces sepa por nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida, que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad”.
Alguien dirá, con justa razón, que no hace falta hacer un doctorado en Filosofía, ni endeudarse hasta el cuello para des-aprender, ni para cambiar la práctica pedagógica después de 27 años de labor profesional, ni para transitar del amor a la sabiduría a la Filosofía del amor, ni para soñar con una nueva educación, ni para dejar de hablar menos y escuchar más, etc. Pero quizá también deba decir como decía Alí Primera: “usté me perdona don, yo no sé filosofar”.