“Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida,
y entonces comprende como están de ausentes las cosas queridas.”
Canción de las simples cosas, Armando Tejada Gómez - César Isella
Una tarde de domingo, pasando frente al Parque Simón Bolívar de Bogotá, las cometas multicolores llenaban el cielo. Abajo, niños multicolores tapizaban el frío pasto de la sabana. Con sus familias, todos sonriendo, jalando, corriendo, tratando de alcanzar la esquiva corriente del viento. Padres, madres, hermanos —o tíos, abuelos, primos, vaya uno a saber— con un solo objetivo: que su cometa vuele lo más alto posible. Entremezclados, cual ingredientes gourmet para un sándwich, entre un arriba de sueños volando y un abajo de redes afianzando lazos reales de amor, cooperación y gozo. Gozo puro de las cosas simples. Tarde de domingo que reivindica el esfuerzo y la diversión compartidos en la etérea ilusión de atrapar un instante feliz.
En la calle, comerciantes de ocasión ofrecen cometas prefabricadas, intrincados diseños, casi todas de plástico. Venden, como si fueran simples objetos de cambio, aquello que mis prehistóricas épocas de niñez eran apenas el inicio de la aventura de elevar la cometa. Primero, comprar el papel seda, los palitos de madera balsa, la goma (sí, goma: no existían el colbón ni la ega) la pita. Los hermanos peleábamos por los colores y por la atención del papá. Se hacían en casa, entre todos. Cortar y unir los palitos. Luego pegar el papel —lo más frustrante, pues esa goma y ese papel eran enemigos a muerte—, y, por último y muy importante, hacer y pegarle la cola. De ella pendía la responsabilidad del vuelo estable y seguro. En esa niñez pueblerina, las cometas se elevaban en cualquier parte. Desde el techo de nuestra casa —desde donde se cayó mi hermana una vez por andar persiguiendo el viento—, hasta calles polvorientas, potreros sin cercas, orillas de ríos sin redes eléctricas.
El parque bogotano me recordó también otro parque: el del Caribe, en Barranquilla, con su hermoso Museo. Despliegue de la inmensa cultura fundadora de esa región, y de nuestro país. Allí me encontré con una sorpresa maravillosa: la Sala de la Palabra. Y como soy mujer de palabra, me paré frente a cada una de las placas que contienen retazos de escritos, como quien se para frente a una obra de arte, porque lo son, a degustar esos textos de caribeños que tanto han enriquecido nuestras vidas. Y allí, de pie, en mi libreta de viajes, copié este fragmento de ese grande que es Álvaro Cepeda Samudio:
“Porque las varillas de las cometas nunca dejan de ser árboles, si es que la guadua puede llamarse de esa manera. Yo recuerdo los niños de los pueblos, y los hombres de los pueblos, y las muchachas del mar, escogiendo las varillas para sus cometas naturales. Tenían que ser fuertes y livianas y llenas de aire como los huesos de las palomas: porque una cometa no es sino una paloma a la que han forrado de papel. Yo los veía entrar a sus casas con las pequeñas manos con los trozos de monte, que ya de puro sospechar que iban a ser cometas pesaban menos. Porque, sabe usted, la caña que va a ser cometa, como la madera de la jaula de pájaros de García Márquez, lo sabe ya de antemano. Yo recuerdo también las muchachas que fabricaban las cometas junto al mar. Cometas hechas con astillas de los polines, que de tanto ser heridas por las quillas de los botes iban soltando pedazos de cometas en la playa. Y esas cometas, hechas con guaduas que conocen el mar, eran como barcos a los que hubieran atado a un cordel. Porque los barcos y las cometas son la misma cosa, yo nunca supe bien si las que regalaban las muchachas eran para volarlas o para tirarlas al mar.” Del cuento De parques, de cometas.
Para muchos de mi generación, decir cometa es decir juego. Es decir aventura. Es decir libertad. Y están hechas de nostalgias. De niñez. De cosas perdidas. Van a parar al rincón de los olvidos, a ese donde van las cosas simples que la adultez nos arrebata, como se lleva el viento la cometa que se ha quedado sin cordel. Hasta que un día, frente a un parque o dentro de un museo, las cometas de otros nos recuerdan que también están hechas de risas, de mar y de poesía. Y que aún es posible recuperar el cordel.
Crédito de la foto: http://sonrisasdelviento.blogspot.com/2010_10_01_archive.html