La ambición desbordada y una insatisfacción permanente dan lugar a una época de protestas y marchas ilimitadas y a gobiernos reactivos e incapaces de resolver las deudas sociales.
Porque ya la política no tiene la capacidad de definir el rumbo y ello que parece una conquista frente al poder, frustra a los más vulnerables que no encuentran eco, ni dolientes y mucho menos soluciones.
Ese es el malestar contemporáneo de un bienestar del que no somos conscientes aunque consumamos hoy más bienes que hace un siglo y que genera enormes brechas de insatisfacción y endeudamiento.
Y también impotencia y vacío de culpables, porque a los símbolos tradicionales de poder se les atribuye una facultad que ya han perdido frente a las redes sociales, la tecnología y el capital económico sin identidad y con fuero, y que difícilmente son reemplazables por las decisiones privadas y de consumo que definen aquello que anhelamos y por lo que sufrimos.
La protesta denuncia la indignación por la corrupción de los demás, oculta la propia y le atribuye a otros —siempre son los otros— la causa de todos los males de la sociedad, allí yacen las culpas y venganzas para evitar la tortura que trae la reflexión de mirarnos al espejo.
La manifestación también lleva a que cada quien reivindique su pedazo de poder. Los que no tienen a reclamar lo que otros tienen. Los que ya tienen, a reclamar que quieren un poco más.
La inercia histórica de la economía persigue su propio camino, mientras que fuerzas sociales desnudan la imposibilidad de acceder al bienestar recurriendo a la violencia, cuyas consecuencias de manera paradójica pagarán con sus propios y escasos recursos los ciudadanos de a pie y entre ellos, los más pobres.
El gran conflicto ocurre porque "el mercado abarató el acceso a los bienes producidos, pero la economía no logró enriquecer a todos los ciudadanos para que pudieran adquirirlos" y que como afirma Huntington, "la demanda de servicios públicos crezca a mayor velocidad que la capacidad de los gobiernos para satisfacerlos".
Este desbalance en tiempos de redes sociales solo anticipa presenciar el caos en vivo y en directo, emular su contagio a manera de terapia contra la frustración y la impotencia y una alteración de los niveles de confianza y cohesión social.
A través del descontento estos ánimos pueden ser canalizados por oportunistas políticos que siempre dirán que no es suficiente y que hay que permanecer en pie de lucha, siendo conscientes aunque lo callen, que tampoco ellos pueden resolver los males que denuncian y que atribuyen a quienes pretenden sustituir.
En una modernidad hipersensibilizada cuyas lógicas de consumo parecen irreversibles e impagables, un llamado al control consciente del deseo y a la austeridad que contradicen el culto a la corrupción y el dinero fácil que ahoga a nuestras sociedades, y explica el desencanto, envidia y rabia de unos grupos hacia otros, puede resultar ingenuo, pero no imposible.
Valga recordar aquella protesta personal que a manera de renuncia puede imponerse por la crisis del cambio climático y el sobrecalentamiento económico a futuro y que era practicada por Sócrates como principio de equilibrio emocional —porque a pesar de las épocas, "los hombres siempre son los hombres"—, quien al recorrer el comercio de Atenas contestaba a los vendedores que lo asediaban: "estoy mirando cuántas cosas no necesito para ser feliz".