De por qué prefiero a los gatos
Opinión

De por qué prefiero a los gatos

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abril 21, 2014
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No es que no me gusten los perros.
Me resultan encantadores, adorables y dignos de todo el amor que un ser humano sea capaz de dar. Pero prefiero a los gatos.

La razón esencial de esa elección es que la cualidad que más valoro en una relación afectiva de cualquier tipo es el equilibrio.
No hablo del utópico amor perfectamente correspondido de las novelas de caballería sino de cierta sensación de simetría entre las partes. De la extraña pero gratificante percepción de que ambos jugadores apuestan con la misma intención.

Se que, al menos a primera vista, ese equilibrio afectivo parecería más fácil de lograr con un perro (incondicional y voluntarioso en el cariño) que con un gato (egoísta y distante). Pero no lo veo así.

Para ganar el afecto de un perro no es necesario hacer absolutamente nada: incorpóralo a tu vida y tendrás una fuente de cariño garantizada.
Podrás ignorarlo, encerrarlo, incluso tratarlo mal, y siempre te recibirá meneando la cola y feliz de verte.
Para muchos esa es la gran virtud de los perros. Para mí, su gran debilidad: más que los amigos, así se comportan los lacayos.

Pero mi intención es cualquiera menos adjetivar negativamente a los perros: repito hasta la saciedad que me resultan adorables, que todo ser humano que los quiera me parece digno de confianza y que son una fuente de afecto incomparable para quienes busquen la reciprocidad inmediata.

Pero yo prefiero a los gatos porque con ellos hay que construir una relación. Con los perros se tiene un amigo garantizado. Con los gatos se debe ganar a un amigo.

Y en esa construcción de la relación con el felino reside mi fascinación.
Ha de ser un proceso lento, in crescendo, en el que, si eres constante y amoroso, se marcan maravillosas líneas de progreso.
Primero te observará distante. Luego, si haces bien las cosas, se acercará receloso. Semanas después te reconocerá como confiable y posiblemente te salude a su manera: doblando el lomo y pasando su cola por tu pierna. Y un día, si persistes, si eres calmo y receptivo, de forma casi mágica, saltará a tu regazo y se dormirá mientras tu lo acaricias y el ronronea.

Es evidente que un perro es incondicional y da sin esperar nada a cambio, pero eso define el desequilibrio: el humano debe dar muy poco para recibir una avalancha de afecto. Eso, repito, entiendo que sea muy atractivo para gran parte de las personas, pero en mi caso disfruto de saber que merezco el cariño que se me entrega.

Por otro lado está claro que un gato es egoísta y busca calor y alimento sin dar nada a cambio. Y precisamente por eso se escenifica una suerte de milagro imposible de describir cuando un gato comienza a entregar afecto: se establece un lazo, se configura una relación entre iguales, no una entre amo y mascota.

Conozco y valoro la maravillosa sensación de llegar a casa y ser recibido de manera festiva por un perro feliz. ¡Benditos sean siempre los caninos y su incondicionalidad!
Pero fracasaría en cualquier intento de explicar la sensación que me produce escribir estas líneas mientras una de mis gatas ronronea sobre mis piernas y la otra duerme sobre mi pie descalzo.

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