De por qué me desagrada el papa
Opinión

De por qué me desagrada el papa

Francisco ha construido una imagen de reformador progresista, mientras el catolicismo se nuclea alrededor de la más rancia ortodoxia

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marzo 07, 2016
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Una de las ventajas de tener una columna permanente en un medio de comunicación es que tienes la libertad de ejercer tu derecho a volverte tediosamente monotemático. Ejerzo entonces ese derecho y aviso, para que tengan tiempo de huir quienes así lo deseen, que escribiré por enésima vez del cristianismo y de su actual patrón, el papa Francisco.

En las pasadas semanas recibí los dos tipos de críticas que suelen recibirse cuando se hurga en lo que muchos desearían que se considerara intocable. El primer tipo corresponde a la crítica de los descerebrados enardecidos. A ella dediqué la columna de la pasada semana, Puro amor cristiano, y no pienso escribir más porque ni quien la escribió, ni la crítica misma, merecen una sola palabra adicional.

La segunda, el tipo de crítica que medito y respeto, llegó en la publicación Respuesta a la columna “La última bobada papal” proveniente de un creyente herido por mi agresiva adjetivación en contra del actual pontífice.

Con un lenguaje mesurado e incluso afectuoso, el psiquiatra Hernán Giraldo, a quien conozco y admiro, me pide, en resumen, que le baje a lo que define como intolerancia, y lo hace porque —utilizo sus palabras— “(...) muchos de nosotros pensamos que el Papa Francisco es un buen hombre”.

En un principio no consideré responder a la carta del doctor Giraldo (es del peor gusto convertir una columna en un espacio epistolar), pero, como suele pasar con las juguetonas casualidades, me enteré la pasada semana de una noticia lo suficientemente reveladora de aquello que encuentro repugnante en un personaje como Francisco, como para dejarla pasar de largo.

La razón por la que me ocupo del jerarca de una religión a la que no pertenezco es su insultante costumbre de hablar en un plural universal.

Francisco no dice “los hombres que se declaren adscritos a la rama católica de la religión cristiana, deben abstenerse de apoyar la terminación del embarazo en cualquier circunstancia”, sino que dice “los hombres que apoyen el aborto son cómplices de asesinato”. Y ese plural olímpico en el que suelen hablar los jerarcas de los monoteísmos me incluye y, por tanto, me compete.

Escribe el doctor Giraldo: (...)muchos de nosotros pensamos que el Papa Francisco es un buen hombre”, y espera que ese argumento sea suficiente para moderar mis comentarios sobre Bergoglio.

Lamento —quienes me conocen saben que es así— que la susceptibilidad de los creyentes resulte herida con mis columnas, pero considero que ese es un mal del todo irrelevante cuando el objetivo es dejar en evidencia, en el menos grave de los casos, la inconsistencia y, en el peor de ellos, la hipocresía y la mentira.

¿Cuántas personas habrán estado convencidas en España (y siguen estándolo) de la bondad de Franco? ¿Han escuchado los panegíricos y las alabanzas al Chapo Guzmán que estas semanas han hecho sus familiares y amigos?

Sobra entonces decirlo —aunque parecería que no— que el hecho de que un grupo de personas considere a otra como un buen ser humano no blinda a esta última del escrutinio y de la crítica, máxime si es la cabeza de una organización sobre la cual se depositan asuntos tan delicados como la educacin de miles de n es un mal profunos tan delicados como la educaciora como un buen ser humano, no blinda a esta e es un mal profunón de miles de niños o la orientación de millones de seres humanos iletrados.

Y es ese el lugar al que apunto.

Supongamos que concedo a sus defensores que Francisco es un buen hombre.

Aún así, el asunto de su bondad resultaría del todo intrascendente en la médula de mi crítica: su carácter nefasto radica en ser el director de orquesta de una organización retardataria y discriminadora y, en virtud de eso, responsable de sus acciones y omisiones.

A esto sumo lo que enciende en mi interior la chispa de la indignación más vívida: al igual que su antecesor Juan Pablo II, con la ayuda de los inanes medios de comunicación y a costa de montones de acciones meramente cosméticas, ha construido una imagen de reformador progresista, mientras el catolicismo se nuclea alrededor de la más rancia ortodoxia.

Hablé de un ejemplo. Es el que sigue.

Mientras Francisco derrocha inteligentísimos y poderosos actos comunicacionales (besa a un inválido en una manifestación de fieles, cambia la limosina por un auto viejo o cena con habitantes de la calle), durante la primera semana del mes de febrero de este año, firma el nuevo manual del Vaticano para la instrucción de obispos recién ordenados en el que reza, literalmente:

"De acuerdo al estado de las leyes civiles de cada país donde la denuncia es obligatoria, no es necesariamente el deber del obispo referir los sospechosos a las autoridades, la policía o los fiscales del Estado en el momento cuando quedan al tanto de crímenes o hechos pecaminosos".

¡Exime a los obispos de la responsabilidad de denunciar crímenes como la pederastia!

Tras todo el raudal de discursos, la proliferación de golpes de pecho y el derroche de disculpas (es decir, tras dar rienda suelta a todo lo cosmético), la postura oficial (la acción) sigue basándose en la inveterada costumbre de eludir la responsabilidad, no ya de la resolución del asunto, sino incluso de su denuncia.

Tal vez el papa sea una buena persona. Y sí. Todo parece indicar que es un tipo bonachón y afable. Sin embargo la que dirige es una organización criminal y, como su cabeza, no puede eludir las responsabilidades que de ello se derivan. Como no podemos, quienes encontramos su comportamiento inconsistente e hipócrita, eludir nuestra responsabilidad de ponerlo en evidencia, hiéranse las susceptibilidades que se hieran.

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