Nadie dijo que vivir en una sociedad plural, multicultural, democrática y abierta tenía que ser cómodo. La comodidad es un estado sin duda deseable, pero no es propiamente un valor civil o un principio democrático. Podemos exigir comodidad a un colchón o a una almohada o a una prenda de vestir, pero nunca a un ente complejo, cambiante (fascinante) como la sociedad.
En sociedades con presencia de diversidad cultural y religiosa, es normal que los ciudadanos convivan, ya sea en el espacio público, en el trabajo y en las instituciones de educativas, con personas y grupos que perciben como diferentes y con quienes, en principio, los unen muy pocas cosas. Quienes hemos tenido el privilegio de vivir o de pasar algún tiempo en ciudades como Nueva York, Londres y París (seguramente pasa en otras tantas ciudades) sabemos que en ocasiones temas como el olor corporal, el volumen de la conversación, las formas y maneras de comer e incluso el manejo de los espacios y las distancias con el interlocutor nos pueden generar incomodidades. Lo mismo dirán, obviamente, aquellos que conviven con nosotros y nuestras circunstancias y expresiones culturales.
El pluralismo político e ideológico también genera incomodidades y en sociedades abiertas y democráticas las posturas, los discursos y las metas de ciertas personas, movimientos y partidos se rozan, se empujan y en ocasiones chocan de frente. Esta semana, por ejemplo, viví dos situaciones que me generaron una profunda incomodidad y retaron mi espíritu democrático y civilista.
El día martes me encontraba en un centro comercial de la ciudad de Medellín en compañía de mi esposa y mi hija de 4 años. Terminábamos la jornada de recolección de dulces del día de las brujas con un helado, cuando noté cierto revuelo en una esquina del patio de comidas. Después de unos segundos, vi como algunos comensales y empleados de restaurantes abrazaban y se tomaban fotos y selfies con quien fuera el jefe de sicarios de Pablo Escobar. Sin disfraz, y con gran soltura el que dice ser el responsable de 300 muertes directas y copartícipe en más de 3000, gesticulaba y conversaba simpáticamente con cualquiera que se acercara. Con sus casi 550 000 suscriptores en YouTube y sus constantes apariciones en eventos y en medios tradicionales, el “Popeye Arrepentido” se ha ido convirtiendo en una “personalidad” nacional. Me sentí incómodo obviamente por la presencia de John Jairo Velásquez V. quien, a pesar de haber pagado su condena ante la justicia, busca movilizar desde el miedo, como si aún desempeñara sus funciones criminales, y utiliza un tono y unos términos cercanos a la amenaza. Me incomodó también el fervor y el entusiasmo de algunos de los ciudadanos que lo abrazaban y posaban con él. ¿Qué admiran? ¿Qué agradecen? ¿Qué buscan?
Me indignó un programa radial en el que Jesús Santrich,
ahora parte del partido político Farc, con desfachatez y desvergüenza
exponía su teoría de la responsabilidad general alrededor del conflicto armado
La segunda situación que me incomodó e indignó fue un programa radial en el que Jesús Santrich, exmiembro del Secretariado y ahora parte del partido político Farc, con desfachatez y desvergüenza exponía su teoría de la responsabilidad general alrededor del conflicto armado. Según afirmó, la prensa, los empresarios, los políticos, los militares, los ciudadanos en pleno y las Farc, todos son responsables por igual (entonces nadie es responsable). Aunque Santrich y los demás miembros del Secretariado tendrán que ir a la JEP para explicar en detalle su propia responsabilidad en las atrocidades de los últimos 50 años, so pena de enfrentar a la justicia ordinaria y perder todos los beneficios, no deja de fastidiar escuchar odas a la impunidad como esta.
Pero mi confort o incomodidad no son, afortunadamente, indicadores de mejora o desmejora de nuestra sociedad. Aunque desprecio lo que representó Popeye para esta sociedad, y por lo visto quiere seguir haciéndolo, reconozco que recobró sus derechos como ciudadano y puede ir por ahí diciendo cosas que no me gustan. Entre el Popeye que hacía volar centros comerciales con carrobombas y el que hace show en ellos, me quedo obviamente con el segundo. En el caso de Santrich, no obstante no pasar aún por la JEP, entiendo que escuchar sus diatribas simplistas e irresponsables es una incomodidad menor frente al desmonte final de la máquina de guerra que por tantos años castigó a millones de compatriotas. Los 3000 muertos que se han evitado y los costos morales, sociales y económicos de la guerra que nos hemos ahorrado hablan más fuerte que cualquier “vocero” revolucionario. Jamás votaré por él y sus copartidarios y trabajaré arduamente por vencerlos con votos en las urnas.
Tener la posibilidad de profundizar en la verdad de lo ocurrido, reparar y reconstruir vidas y comunidades y asegurarse de que esto jamás vuelva a pasar, esos si son valores civiles y principios democráticos que vale la pena preservar.