De pestes y culpables

De pestes y culpables

Como dice Homero en 'La odisea': "Los dioses tejen desgracias para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar"

Por: Antonio Silvera Arenas
abril 15, 2020
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De pestes y culpables
Foto: Leonel Cordero / Las2orillas

"Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas" (Albert Camus).

Uno de los cuadros que más me ha impactado es El triunfo de la muerte, de Peter Brueghel, El Viejo. Este extraordinario pintor holandés de la época renacentista plasmó en un fondo sobre madera de apariencia inacabable a una serie de calaveras y esqueletos (tradicionalmente representativos de la muerte, como lo vemos en la famosa danza de El Garabato de nuestro carnaval) que se llevan a su tenebrosa morada a todo tipo de gente: ricos, pobres, guerreros, poderosos, viejos, bellos, feos…

En estos días me es inevitable pensar en dicho cuadro, dado el contagio y las muertes indistintas que el coronavirus causa en todo el planeta, y que como la pintura mencionada confirman la indeclinable verdad de las coplas de Jorge Manrique:

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar,

que es el morir:

allí van los señoríos

derechos a se acabar

y consumir;

 

allá los ríos caudales,

allí los otros medianos

y más chicos;

y llegados son iguales

los que viven por sus manos

y los ricos.

Sin embargo, esa sólida verdad, que nos cuesta tanto asumir de por sí, se torna aún más terrible en situaciones como la presente. Y entonces, se empiezan a hacer conjeturas sobre las causas de un misterio que acaso no tiene más explicación que el lógico y simple cumplimiento del ciclo natural de toda vida. Para ayudar a reconocer esta dura realidad y las absurdas explicaciones y negaciones que siempre hemos dado a los procedimientos de la poderosa huesuda, vale la pena repasar algunos relatos famosos que fueron concebidos en circunstancias tan desesperadas como la actual.

Las diez plagas de Egipto

El agua convertida en sangre, las ranas, las langostas, los piojos, las moscas, las úlceras, la muerte inexplicable de los animales que acostumbramos a cebar para nuestro posterior sustento, la lluvia de fuego y granizo, la oscuridad continua y la muerte de primogénitos, fueron las estrategias utilizadas por Yavé para persuadir al faraón de liberar al pueblo judío de la esclavitud. Solo cuando la última de dichas pestes tocó a su puerta y vio morir a su amado hijo, el faraón decidió asumir la promesa siempre incumplida, y a la que se comprometía para dar término a cada mal propiciado por la furia progresiva de Yavé ante el desacato a sus designios.

En el famoso relato, se pueden ver dos cuestiones importantes: una es la explicación divina, no humana, sobre el dominio de las pestes, que queda en manos de una fuerza superior, tal como sigue ocurriendo hoy en día con pandemias o epidemias que dependen de esos seres microscópicos, poderosos y aún incomprensibles para nosotros: los virus y las bacterias. La otra es la actitud del gobernante ante el problema, quien solo se compromete cuando el mal llega a su entorno inmediato. Aparte del ejemplo a ojos vistas de nuestro país, el asunto cobra una gran relevancia ante las actitudes del soberbio Donald Trump, quien, incluso, cuando ya la mayor cantidad de contagiados se presenta en los Estados Unidos, mira el asunto por encima del hombro y ni siquiera, acosado por la evidencia, que ha trascendido todos los muros o pirámides que se empeña en construir, opta por gestos más consecuentes.

La venganza de Apolo

En la literatura griega, politeísta y más racional, la peste está en manos de uno de los predilectos de Zeus, su perfecto hijo, Apolo, quien de manera directa y muy plástica, en los primeros versos de la Ilíada, aparece lanzando flechas envenenadas a los aqueos en razón de la negativa de Agamenón al clamor del sacerdote Crises para que le devolviera a su hija, Criseida.

La única forma de acabar la peste, que mataba por montones hombres y animales, según la indicación de otro sacerdote, Calcas, es decir, la devolución de Criseida al sacerdote de Apolo, chocaba, como puede verse, con el interés inmediato del mandamás de ocasión y solo la valentía del no menos soberbio, Aquiles, logró que Agamenón devolviera a la muchacha aunque exigió a cambio la entrega de Briseida, otra joven raptada y víctima de la guerra, que Aquiles tenía para sí. En este ejemplo, la sumisión del poderoso a la fuerza invencible de la peste, como en el caso del faraón, también ocurre cuando ella toca sus intereses, pero, aún así, este solo se somete poniendo condiciones más o menos análogas. De modo que con el cambio de Briseida por Criseida, el poder mantiene su arrogante dominio y sus privilegios por encima de la crisis que tocaba a todos los aqueos y que incluso empeoró cuando, en retaliación, Aquiles decidió abandonar la guerra.

En el drama de Edipo rey, escrito cerca de tres siglos después, Apolo vuelve a hacer de las suyas. Ahora la razón de la peste, que de nuevo acaba con un sinnúmero de hombres y animales, es la ausencia de justicia para un crimen cometido más de diez años atrás. En este caso, la ciega desmesura del gobernante de Tebas, Edipo, lo lleva a su propia perdición cuando castiga de antemano con el destierro al causante de la muerte de su predecesor y padre, el rey Layo, sin saber que había sido él mismo. Interesante que en esta historia finalmente las consecuencias de la peste, aunque de manera indirecta, recaigan en la propia figura del gobernante y que a él se atribuya también la causa de los males de su pueblo; pero acaso lo más llamativo de este drama y de la situación similar narrada en la Ilíada, es el conflicto particular que se presenta entre el poder político y el religioso, así como los ineficaces procedimientos iniciales de uno y otro ante la peste. Tiresias, el ciego sacerdote de Tebas, discute en efecto con el rey Edipo sobre la responsabilidad del crimen irresuelto y uno a otro se inculpan inútilmente, como nuestros dirigentes. Entretanto, los ancianos, las mujeres y los niños imploran ante el poderoso rey para que resuelva la grave situación que padecen.

La peste bubónica en El Decamerón

Escrito en la segunda mitad del siglo XIV, pocos años después de acontecida la peste bubónica, El Decamerón, de Giovanni Boccaccio, recrea en sus páginas iniciales los terribles acontecimientos que se sucedieron en Florencia durante la epidemia. A diferencia de los textos precedentes, Boccaccio hace un retrato pormenorizado de la peste en sí, y no centra su atención en las acciones de los poderosos, sino en las experiencias cotidianas que la hecatombe conlleva. La idea de que en manos de los dirigentes, sean políticos o religiosos, está la solución a todos los problemas parece superada con este distanciamiento del cuentista italiano hacia ellos. Guiados por el ojo de Boccaccio, es dable percibir entonces eventos como los que hoy en día vivimos, tales como el alejamiento y el egoísmo, manifiestos incluso en la distancia que podemos establecer hacia el otro, siendo este incluso un familiar muy cercano, que podría transmitirnos la enfermedad. De igual manera, se ve a los temerarios, que desdeñan recomendaciones y a los que sacan partido del asunto negociando, por ejemplo, con el sepelio de los cadáveres.

La descripción descarnada de dos cerdos que se comen la ropa de una persona recientemente fallecida y mueren en el acto es una muestra del pavoroso escenario en que se había convertido la rica ciudad que, cerca de un siglo después, será el epicentro del renacimiento. No obstante y, para nuestro asombro, ya en aquella época se veía que el confinamiento en un espacio más puro, como lo es el campo, constituye una forma de paliar la saña de la muerte.

Allá, en medio de la paz que propicia el paisaje natural, opuesto a las degradaciones y tristezas que ocasiona la peste en la ciudad, diez jóvenes florentinos (siete mujeres y tres hombres) optan por pasar diez días contándose historias antiguas y recientes que amenizan el aislamiento, en tanto juegan a ser reyes y reinas, adjudicando un día de gobierno a cada uno durante las diez jornadas. Otra vez se cumplía la frase que Homero puso en boca de Helena: la tragedia que precede al canto y donde, por la alquimia del verbo, el más grande dolor, al cabo del tiempo, se torna en leyenda y en hazaña.

El año de la peste de Daniel Defoe

El también autor de Robinson Crusoe, siguiendo el ejemplo de Boccaccio, desarrolló un diario ficticio, a manera de crónica, en el que narra los sucesos ocurridos durante la peste que causó la muerte de miles y miles de londinenses en la segunda mitad del siglo XVII. Se trata de un relato que parece calcar los hechos que hoy experimentamos, solo que sería al revés, aquello de que la realidad supera a la ficción, dado que fue escrito hace cerca de tres siglos.

Es relevante en particular la forma como la epidemia cerca, como un ejército que avanza a pasos cada vez más rápidos, los barrios más holgados y ricos de Londres, así como el intento de las autoridades de minimizar en un principio ante el público los alcances de la situación. ¿Alguna relación con la realidad actual?

Del mismo modo, acaso por primera vez tenemos a un narrador protagonista, que sufre en carne propia los dilemas típicos de estos momentos: ¿me voy o me quedo?, ¿me comprometo o no con los que padecen la enfermedad?, ¿me cuido solo a mí y a los míos?

La peste en Argelia

Argelia, el mismo país del norte de África, en que Cervantes padeció el cautiverio que luego recrearía parcialmente en El Quijote, sufrió posteriormente una de las plagas más duras que siempre ha protagonizado el humano, sea en papel de víctima o de victimario: la colonización. Primero, española, y, luego, la francesa. Ya en el siglo XX, este país, que por otra parte, siempre ha sido objeto de dicha plaga, fue la cuna de uno de los escritores más originales del siglo XX: Albert Camus. Como toda la escritura parca y franca de este autor, su novela La peste, así, sin adjetivos matizadores, más que recrear la realidad de una epidemia, ficcionaliza esta situación para reconocer las actitudes humanas en situaciones críticas que atentan contra su existencia.

El epígrafe de la novela, tomada significativamente de Defoe, reza: “Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe”. En efecto, la peste que relata Camus en la ciudad argelina de Orán, no ocurrió realmente, pero, mediante el viejo recurso de la analogía, base de toda literatura, el autor desnuda el corazón humano, siempre arrogante por el poder de su inteligencia, pero totalmente frágil y muy fácil de destruir a pesar de resguardarse detrás de las capas o armaduras inútiles de su propio cuerpo: piel, nervios, músculos y huesos.

De gran valor es la reflexión del personaje principal, el médico Rieux, cuando descubre que las ratas que han venido muriendo en Orán en cantidades cada vez mayores y la posterior réplica de esas crecientes muertes en la especie humana, no es más que la peste. Y entonces la terrible expresión, como ocurre hoy día con el COVID-19, se torna incluso más desconcertante que la misma epidemia:

La palabra "peste" acababa de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas (…). La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas.

Nuestra peste del insomnio y del olvido

Y acaso porque la plaga no está hecha a la medida del hombre, según acabamos de leer, la olvidamos con frecuencia y creemos que basta estar insomnes o despiertos para que no llegue nunca. El tercer capítulo de Cien años de soledad comprende con extraordinario humor y fantasía esta incapacidad humana y, justamente, García Márquez la utiliza para crear de modo ficticio una epidemia de apariencia inofensiva: la del insomnio que se degrada en el olvido.

Mucho se ha dicho sobre el simbolismo de la invención, entre otras cosas, que el olvido no es más que la continua negación de la historia real de nuestro país y acaso la del mundo entero, que en la novela se da con recurrencia. Por ejemplo, la magnitud de la matanza de las bananeras, todavía hoy negada, o la más contemporánea del conflicto armado en nuestro país que el mismo Centro de Memoria Histórica niega olímpicamente.

Tan ridículo como lo anterior es el letrero que José Arcadio Buendía colgó del cuello de la vaca para que nadie olvidara su función cuando fracasó la estrategia de marcar los objetos de uso cotidiano con su respectivo nombre porque ya los simples nombres no eran suficientes para reconocerlos (“Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”), y que luego pierde toda significación cuando la gente olvida hasta leer. Y ese olvido de leer, de recordar la historia, refleja, en últimas, la inerme candidez humana ante las plagas, que nos recuerdan y nos hacen palpable el papel diario de la muerte. Ese que evitamos reconocer no obstante su cotidiana compañía porque apenas en circunstancias precisas, como cuando padecemos la de alguien cercano, sentimos su poder y su omnipresencia.

Ojalá, como en la mágica novela del aracataqueño, más temprano que tarde venga Melquíades a curarnos, que llegue con su pócima de color apacible y olvidemos así la pesadilla que hoy vivimos. Aunque, no, lo sabemos acaso desde cuando Boccaccio cambió de perspectiva y dejó de enfocar a los dioses o a los poderosos para buscar una solución a las plagas: no habrá ningún Melquíades y debemos trabajar y cuidarnos mucho aún para encontrar, por nuestro propio esfuerzo, la pócima salvadora que nos devuelva los recuerdos y el sueño. Al menos mientras llega otra guerra u otra peste.

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