Cuando ha pasado el vendaval de la política regional y se respira una calma anodina que raya en el hastío, de nuevo volvemos a la misma alegría con la que en el Caribe festejamos la vida —no importa las tarifas— y honramos nuestra condición celestial de este paraíso.
La mayor parte de los pueblos medianos y pequeños de la comarca caribeña se caracterizan por dos entretenciones: las fiestas patronales y la política. Esas dos diversiones —a su manera— llenan el enorme vacío que produce la falta de acontecimientos abruptos y los sacudones en la moralidad de los callejones oscuros.
Volvemos a respirar el mismo verano de Cedrón y Macondo. Una nube de polvo juguetea con las faldas a cuadros de las colegialas que pasan y los burros pastorean en el solar de siempre —hasta cuando el partido de fútbol de la tarde lo permita— a la espera de una provocación asnal de cualquier lado.
Los códigos abiertos y secretos del Caribe comparten lecho y en contubernio glorioso engendran momentos que se adornan con un humeante café de comadres y un abrazo de compadres adeudados. No es que seamos una raza especial. No es que seamos elegidos por la alegría para apacentar sus rebaños entre los linderos de la fe y la confianza. Somos una parte infinita que trastoca todo lo que por sus poros pasa.
Somos una fortaleza cercana al mar que resiste los vientos y la sal.
En nombre de la alegría que todo lo puede y de la manera como nos preparó para la vida, es que hemos constituido un ethos especial y privilegiado. Mal haríamos si no honráramos su presencia en el aire que respiramos y en la música que entonamos al andar y al hablar.
Todo el año nos la pasamos escuchando vallenatos de los buenos (asaltados por la moda pasajera) y salsa de la de siempre, la gloriosa que rompe silencios urbanos a punta de claves y de bongós; amacizados entre boleros de nostalgias y danzones que viajan con el viento.
Nuestra alegría se escribe en pentagramas de cotidianidad viva: con bandas de músicos legendarios que son trashumantes jornadas de porros y fandangos; con gaiteros inmortales que bajan de la montaña a encontrarse con los negros cimarrones que domesticaron al tambor. Todos ellos, atravesados por una poesía de la vida misma, esencial, prístina y envolvente.
Nada de lo que ocurre en el Caribe se queda guardado para nadie. Todo se comparte. La intimidad es cosa prohibida. La solidaridad sirve de pretexto para meterse con tus cosas. Los patios no admiten cercas y muros excluyentes —por algún lado surge una puerta falsa que deja pasar la realidad— que te condenan y te alejan del continente de la alegría.
Dirán algunos que todo no puede ser alegría. Que la tristeza también tiene espacio en este ancho mundo. Que la muerte es presencia y ausencia. Que el abandono —visto desde otras maneras— también es nuestra culpa. Que la dejadez inventada por los sociólogos es la que mejor nos representa.
¿Pero para qué ocuparnos en el Caribe de las cosas que son el revés de la moneda a la que llaman destino?
Dejamos que ese mismo destino cumpla su fatídico tránsito, pero mientras, la alegría es nuestro único terreno cultivable; venir a la vida para preocuparse del más allá y del futuro inexorable, no tiene sentido, si no se vive en goce eterno y alegre como si no nos alcanzara el tiempo hasta para jalarles las polleras a la misma muerte y vestirla de carnaval con un garabato.
Entre nosotros no se respira conformismo. Nada de eso. El Caribe encuentra su zona de confort en el movimiento. No en la quietud. Somos mar en vaivén de hamacas. Viento que trastoca como la risa de la niña buena que tiene carcajada de niña mala. Sabemos que todo tiene su tiempo y su lugar. Que los afanes se inventaron para los que viven huyendo de los instantes. Los perseguidos por la fugacidad y que prefieren soñar de a poco, lentos y cansinos en sus pensamientos. En nosotros —los Caribes— a veces la palabra crea pensamientos. La oralidad produce teoría. La reflexión es hija de la alegre experiencia de haberlo vivido.
Coda: cuando los Caribes acabemos de decodificar nuestras claves escritas en el tiempo, comprenderemos el papel que jugamos en una sociedad fragmentada como esta y que requiere tanto el balance preciso de la alegría y el crisol de nuestra transparencia.