La última vez que lo vio, Luis se paró en la entrada de la casa, se volteó, la miró de frente y dijo: “mamá, si no llego a dormir no se preocupe; del taller de Don Gustavo paso para la fiesta del tío Luis”. Y se perdió por las polvorientas calles del barrio Chapinero de Cúcuta. Cuando tomó la última curva, Alba se dio cuenta de lo largo que se había puesto su hijo en el último año. ‘Va a llegar el día en que no va a caber por la puerta’, pensó.
Era el sábado 6 de abril del 2002, y una orgía de masacres como una mancha de sangre extendiéndose sobre un mantel blanco devastaba a Cúcuta y su área metropolitana. Los cadáveres aparecían en los vertederos de basura, en el anillo vial, flotando en las aguas del río Táchira, en los cientos de trochas por donde circula el contrabando desde Venezuela. Ahí no más, a la vuelta de la casa de Alba, habían arrojado, una semana antes, siete cuerpos hinchados y en estado de descomposición. Los dejaron frente al rancho de tabla donde vivía doña Mary Robledo, la aguerrida líder comunal que se oponía al control que desde el comienzo del nuevo milenio ejercían los paramilitares en la zona. Ellos, siempre proclives a intimidar con siniestras amenazas, le dejaron los siete cuerpos embalados con alambre de púa, para que no olvidara quiénes eran los que mandaban.
La situación económica de la familia era cada vez más dificil, por lo que a Alba solo le quedaba arrodillarse ante la pequeña figura del niño huerfanito de Pamplona y pedirle a él que cuidara los pasos de Luis, su hijo mayor. Con 17 años y después del asesinato de su padre, el muchacho trabajaba como latonero para pagarse el último año de colegio, un escalón previo a su sueño de convertirse en policía, y con lo que le sobraba ayudaba a su madre y a sus tres hermanos con los gastos de la casa.
Así que tomó una buseta y se fue hasta La Parada, última población colombiana antes de llegar a Venezuela. Esa mañana, bajo un sol furioso, él y tres muchachos más trabajaron en el taller de don Gustavo Morales, veterano contrabandista que los había contratado para reparar dos carros en los que movía mercancía entre Cúcuta y el vecino estado Táchira. A las 2 de la tarde los muchachos terminaron sus tareas.
Don Gustavo llamó, les dijo que se había “embolatado” en otras cosas, pero que no se demoraba. Frente al taller había un billar-pool atendido por Ximena, una rubia y delgada jovencita que además de trasnochar bajo la tortura de los atronadores vallenatos y rancheras que pedían sus clientes, debía cuidarse del incesante acoso de los borrachos que atestaban el lugar en las noches. Ese sábado apenas estaba abriendo y el paisaje ya era tan desolador como cada tarde, lo único diferente eran los mecánicos que estaban afuera del taller del señor Morales esperando que su patrón llegara a pagarles.
Uno de ellos no trabajaba allí, se notaba porque era el más alto, tan alto y largo que se podría pensar que esa cara de niño estaba fuera de lugar; como una máscara que le habían adherido a la fuerza. Ximena le contaría a Alba una semana antes de desaparecer sin dejar rastro alguno, que estuvieron allí unas dos horas acostados bajo la esquelética sombra de un cují seco, hasta que una camioneta negra en cuyo platón venían cuatro hombres uniformados con armas, se los llevó a la fuerza.
Los Hornos
Juan Frío es una vereda del municipio de Villa del Rosario, famosa por sus criaderos de cachama. Cada fin de semana sus prósperos restaurantes se llenaban de cucuteños y tachirenses que querían comer pescado. Todo esto cambió el 24 de septiembre del año 2000, cuando un comando del Bloque Catatumbo de las Auto Defensas Unidas de Colombia (AUC), encabezado por Rafael Mejía Guerra, alias Hernán, hizo presencia en la vereda.
Era un domingo cualquiera cuando empezaron a llegar camiones con uniformados encapuchados. Llegaron con lista en mano y montaron un retén en la entrada. Francisco Hernández, un humilde soldador de 32 años que tenía la costumbre de jugar fútbol en la vereda cada domingo, venía en una buseta, todo sudado y todavía con los guayos puestos. Los ‘paracos’ pararon el vehículo e hicieron bajar a los pasajeros. Les pidieron cédula. Ninguno estaba en la lista. “Pero se ‘enamoraron’ del muchacho, lo hicieron acostar en el piso y allí, frente a su mujer y los dos niños, le pegaron un tiro en la cabeza”, relató un vecino del sector que quiere permanecer en el anonimato. “Esos tipos siguen rondando por acá”, dice todavía atemorizado, catorce años después de que ocurrieran los hechos.
Francisco fue uno de seis muertos que dejó la toma de Juan Frío. Los paramilitares cumplieron con el protocolo de siempre: reunieron a la gente para informarle que ellos venían a traer el progreso y la tranquilidad a la vereda, y que el que se portara mal o fuera simpatizante de la guerrilla la iba a pagar caro. “Acá los que van a echar malo son los guerrillos y las ratas”, anunció.
Hernán, devoto, silencioso y amable en apariencia, lo primero que hizo, como autoproclamado nuevo dueño de los destinos del caserío, fue mandar a hacer una estatua de la Virgen que aún hoy acompaña las plegarias de esta católica y sufrida población nortesantandereana. Él era el hombre de las relaciones políticas de las AUC en el departamento. Su risa fácil y su servilismo seducían a los grandes industriales y dirigentes de la región. Es por eso que Ricardo Elcure, el fallecido ex congresista uribista, lo usó en su campaña a la gobernación de Norte de Santander: a cuanta reunión iba sentaba a su lado al comandante paramilitar, como si de un trofeo se tratara. Estar cerca al paramilitarismo garantizaba votos, muchos votos.
Las AUC no se asentaron en ese lugar solo para controlar el comercio de cachamas. Sus trochas y su cercanía con Venezuela –el río Táchira lo baña por un lado– lo convertían en un corredor estratégico por el que circulaban armas, combustibles, droga y secuestrados. Los paramilitares se adueñaron del negocio. Se ubicaron en la casa más grande del lugar, a la que bautizaron La flor del Tamaral. Allí rumbeaban, chantajeaban, torturaban y recibían los domingos a los políticos con los que simpatizaban, entre los que se encontrarían el ex alcalde de Cúcuta, Ramiro Suárez Corzo, condenado por parapolítica, y un par de senadores del Partido Conservador investigados desde hace años por la Fiscalía, hasta ahora sin resultados.
Pero no solo la clase política iba a visitarlos. La larguísima lista de amigos que tenían las AUC en Norte de Santander incluía a varios miembros de la fuerza pública. Declaraciones dadas por jefes paramilitares como Salvatore Mancuso o Jorge Iván Laverde (alias el Iguano), confesiones de algunos implicados detenidos, como Magali Moreno (antigua asistente personal de la ex directora seccional de fiscalías de Cúcuta); e investigaciones como la del libro Tantas vidas Arrebatadas, de la Fundación Progresar, indican que por allí habrían desfilado militares como el coronel Víctor Hugo Matamoros, el general Mario Fernando Roa Cuervo, a quien se ha acusado de llevar listas de “rojos” para que los paras los ejecutaran, y el comandante del batallón de infantería con sede en Ocaña, coronel Gabriel Rincón. Por parte de la policía, el capitán Luis Alexander Gutiérrez Castro, comandante de la estación de policía de Tibú, y los coroneles Roque Julio Sánchez y William Alberto Montezuma López, jefe de la Sijin de Cúcuta, también fueron salpicados.
Todos sabían que los paracos mandaban en Cúcuta, todos sabían y a nadie parecía importarle. El Iguano, quien al cierre de esta edición estaba a punto de recobrar su libertad tras una condena de ocho años por Justicia y Paz, era comandante del frente Fronteras del Bloque Catatumbo, vivía en una lujosa casa a cincuenta metros del batallón del ejército.
Precisamente fue a este jefe paramilitar al que las autoridades locales le solicitaron que fuera un poco más prudente a la hora de perpetrar las masacres que azotaron la frontera. En el año 2000, por ejemplo, se contabilizaron 180 cuerpos encontrados en el área metropolitana, tirados por ahí, descomponiendose en la noche. La comunidad empezaba a preguntarse por qué las autoridades no hacían nada.
En su finca Pacolandia, ubicada en la vereda Banco de Arena, perteneciente al municipio de Puerto Santander, ‘el Iguano’ se reunió con Carlos Enrique Rojas Mora, alias ‘el Gato’, para buscarle una solución a ese problema de ‘salubridad’. Por esos días los trabajadores de la finca, atareados con la construcción de una piscina, se encontraron con una fosa común cuando excavaban el terreno. Veinte cuerpos yacían apretujados cinco metros bajo tierra. Al ver esa escena, ‘el Gato’ haría la pregunta por la cual ganaría notoriedad entre las AUC y que desencadenaría la tenebrosa práctica: ¿Por qué no crear unos hornos para quemar los cuerpos y así no dejar tantos restos por ahí botados? Inmediatamente los trabajadores empezaron a construir el chircal, trajeron más hombres de la zona y en tres días ya tenían una inmensa chimenea, donde se hicieron humo y cenizas los 20 cadáveres encontrados en la fosa.
Aunque al Iguano la idea le gustó, ordenó clausurar el horno en Pacolandia porque no iba a convertir su finca de descanso en una chimenea humana. Hernán le dijo que no se preocupara, que podían adecuar uno de los múltiples chircales abandonados en las afueras de Juan Frío. Se dieron a la labor y en una semana ya tenían un perfecto incinerador de cuerpos. Era una chimenea de cinco metros de alto con una boca estrecha, casi cerrada, en donde los cuerpos solo lograban entrar a pedazos. Adentro un foso profundo servía para avivar las llamas. En el foso podían caber fácilmente siete cuerpos, que era el número que acostumbraban a usar en una sola tanda. El problema siempre fue introducirlos, lograr meterlos en su boca tan estrecha, un error de ingeniería que pensaban corregir en los próximos hornos que mandarían a construir cuando su plan de dominio territorial concluyera definitivamente. Había que deshacerse de los vestigios del horror que había generado la incursión paramilitar a lo largo y ancho de Norte de Santander.
De ahí en adelante la consigna fue trasladar vivas o muertas a todas sus víctimas, para hacerlas desaparecer en ese lugar. También se dio la orden de desenterrar con retroexcavadora todas las fosas comunes que hubiera en el sector y llevar los restos humanos al horno. Con dos llantas, carbón vegetal y gasolina, no había hueso lo suficientemente duro para no fundirse. Las llamas alumbraban la tranquilidad de la noche en la vereda. El silencio del campo solo era interrumpido por el ruido que hace el agua del río cuando choca contra las piedras y por el crepitar de las lenguas de fuego lamiendo un zapato viejo. “Hasta acá el viento traía ese olor dulzón como de cuero de vaca quemándose que emanaba de esos hornos”, recuerda un habitante de Juan Frío.
A algunos los llevaron vivos hasta allá, como fue el caso de Mauricio Ortiz, un niño de 14 años, presunto chantajista señalado por una profesora, quien fue arrastrado hasta la puerta del horno por el segundo al mando de Hernán, alias ‘Gonzalo’ o ‘el Diablo’, llamado así por su crueldad. Allí fue lapidado entre risas y vallenato –cuentan que los gritos de los torturados se ahogaban entre el atronador ruido de la música que salía de los bafles de las camionetas– y finalmente introducido entre las llamas del humeante dragón de ladrillo.
El ‘Diablo’ era el guardián de la moral de Juan Frío y Villa del Rosario. Cada vez que Hernán viajaba a Barranquilla a visitar a su familia, ‘el Diablo’ quedaba suelto y hacía de las suyas. Le gustaban el juego, las peleas de gallo, el trago, el bazuco. Y las niñas. Una vez se enamoró de Tatiana, una adolescente de 15 años. Eran pareja, pero la mamá de la muchacha no estaba de acuerdo con la relación. La niña le contó a su novio, 20 años mayor que ella, lo mal que hablaban de él en su casa y este, furioso, le gritó en la cara que ya verían esos “hijueputas” con quién se estaban metiendo.
Un día la situación se hizo insostenible y doña Graciela le prohibido a su hija salir de la casa. Esa noche ‘el Diablo’ fumó bazuco y perdió a su gallo favorito. Tomó su moto y se fue, enceguecido, hasta la casa de su novia. Tocó a la puerta, la mamá salió por una ventana y le dijo que no iba a poder ver a Tatiana. ‘El Diablo’ insistió y le abrieron. Le ordenó a la madre que hiciera bajar a sus otras hijas, pues quería hablar con toda la familia. Las cuatro muchachas bajaron y se acomodaron en el comedor. El hombre sacó su nueve milímetros y las mató una a una. Cuando salía de la casa con Tatiana se encontró al papá de la muchacha quien desde hacía años no vivía con ella. Le apuntó a la cabeza pero ya no tenía balas, le dijo que iría al comando a cargar su arma y que volvería “para llenarlo de plomo”.
Fue hasta La flor del Tamaral y allí estaba Hernán, recién llegado de la Costa. Este le quitó a la niña y furioso por lo que había hecho, lo castigó obligándolo a dar cincuenta vueltas a la cancha. Así, con ese tipo de castigos ridículos, reprendía los desmanes de sus hombres el comandante Hernán. Nadie volvió a ver a Tatiana. ‘El Diablo’sería asesinado a finales del 2003 por sus mismos compañeros de lucha. El bazuco y el aguardiente lo habían convertido en un sujeto poco fiable.
De ellos solo quedó un charco negro
Con ‘el Diablo’ mismo tuvo que vérselas Luis Valencia el atardecer infausto en que lo llevaron a Juan Frío junto a los cuatro muchachos que estaban esperando por su pago frente a ese taller de mecánica.
Lo llevaron por ese viejo camino flanqueado por los arcos centenarios que conforman el antiguo acueducto de Villa del Rosario y por los arrozales verdes, hermosos y ajenos a la barbarie de los hombres. Lo torturaron durante tres días en La Flor del Tamaral. Dos kilómetros adentro, bordeado por el río Táchira y a un costado de la vía por donde diariamente pasan camiones atestados de contrabando, está el trapiche abandonado y al lado el horno de la infamia. Allí lo arrodillaron, le escupieron los últimos insultos que escucharía en su corta vida, le dieron el tiro de gracia y lo metieron entre las llamas. Tras cinco horas de fundición, lo que solía quedar de las víctimas eran algunos dientes y un charco negro que se borraba con agua: “se quemaba totalmente todo. A eso se le echaba un balde o tres de agua y no quedaba era pero nada”. Esas fueron las palabras que le dijo Hernán a la Fiscalía en una de las múltiples y nada esclarecedoras versiones libres que ha dado.
Una semana después de su desaparición, Alba supo que a su hijo se lo habían llevado para Juan Frío. Durante 17 días seguidos fue a preguntar por él. Nadie le daba razón. Llevaba una foto y angustiada deambulaba por la calle principal de la vereda, preguntando casa por casa si habían visto al muchacho largo y bueno que era su hijo. La gente le huía como si estuviera apestada.
La última tarde que fue, el propio Hernán la recibió en su espaciosa oficina en La flor del Tamaral. Le confesó, con su clásica ‘decencia’, que a su hijo lo habían tenido que ejecutar porque estaba en un billar en La Parada, todo borracho y drogado con sus compinches gritando “¡Que viva la guerrilla!”. Y ellos no iban a permitir más subversión. El comandante no sabía dónde estaba el cuerpo, “pero no se preocupe que yo le averiguo”. Ella se fue llorando y antes de salir del lugar, el propio ‘Diablo’ la tomó del brazo y le advirtió: si usted vuelve por acá, la picamos a usted y a sus otros hijos guerrilleros”.
Al otro día, muy temprano, una camioneta negra se detuvo al frente de la casa de Alba. Ella creyó por un momento que venían a devolverle a su hijo, que tal vez Hernán se había confundido y Luis estaba vivo. Tocaron a la puerta y ella vio los fusiles, los hombres, el camuflado. Y escuchó la amenaza: “para que le quede claro, nosotros cuando queramos podemos venir a quemarle el rancho…la madera se quema más rápido que la carne”. Se subieron a la camioneta y se fueron. Ella nunca más volvió a Juan Frío.
Ocho años después, de boca del mismo Hernán, en el marco de una audiencia judicial, sabe que su hijo fue uno de los más de 250 cuerpos que desaparecieron en los hornos. Hernán, el primero en confensar los detalles sobre los hornos, recobraría la libertad en 10 meses, cuando termina una condena de cuatro años por paramilitarismo. Alba le pide al verdugo que al menos le diga en qué parte de la frontera se diluyeron las cenizas a las que Luis fue reducido, pero él se encoje de hombros: “no madre, yo de eso no le puedo precisar nada”.
Ella se ha transformado, como las cientos de personas que perdieron a sus hijos en estos hornos de la muerte, en una víctima invisible. Sin un cuerpo, el acompañamiento legal que deben recibir las víctimas por temas de reparación es prácticamente imposible.
Llora sin consuelo. Si solo pudiera terminar su duelo, si hubiera un sitio para dejar las flores que cada seis de abril compra para recordar a su hijo, si no tuviera que ir al puente que divide las dos naciones y arrojar esas flores al río mortecino que tal vez arrastró los últimos restos de Luis… Pero ni ese triste privilegio tendrá. Su sufrimiento, como el de todos los familiares de los desaparecidos, no terminará nunca.
* Los nombres del joven y de su madre han sido cambiados por motivos de seguridad.
* Este artículo se pública con los permisos de la Revista Esquire Colombia, donde se publicó originalmente.