Lo he dicho una y otra vez: en estos tiempos de movilización colectiva todos tenemos que respetar escrupulosamente las medidas que se imponen.
Aunque dudemos de ellas o las encontremos inadecuadas, ninguno de nosotros puede tomarse el derecho de seguir sus propias ideas. Este acatamiento que siempre he defendido es algo para mí incondicional.
En cambio, esta obediencia civil no debe conducirnos de ninguna manera a la prohibición de pensar o hablar.
Vivimos tiempos traumáticos, con daños para la población que serán considerables. Darle sentido a lo que estamos viviendo, obtener información y atreverse a hacer preguntas no solo es un derecho inalienable sino también ¡una necesidad vital!
He leído bastantes comentarios irónicos sobre el repentino número de virólogos o epidemiólogos aficionados que hablan en las redes sociales, algo que puedo entender. Sin embargo, al contrario, creo que cuanto más se interesen los ciudadanos en lo que nos sucede y cuanto más se informen o incluso se documenten, más nos ayudarán a entablar un diálogo sobre lo que estamos viviendo, lo cual es esencial tanto para nuestra salud mental individual como para nuestra resiliencia colectiva.
Desde el comienzo de la aparición del coronavirus comparto mi análisis de que esta es una epidemia no tan deletérea como las que han ocurrido en la historia de la humanidad, aquí hay relativamente una mortalidad muy baja. El término puede ofender cuando hay muertes, más aún en la crisis de salud y el drama colectivo alucinado que estamos experimentando. Sin embargo, los datos son claros: las enfermedades respiratorias habituales que experimentamos cada año son responsables de 2'600.000 muertes en todo el mundo.
Con el COVID-19, en el séptimo mes de la epidemia, se contabilizan alrededor de 580.000 muertes que posiblemente una cantidad importante han muerto de otras comorbilidades más graves que por el mismo COVID, pero que olímpicamente ponemos en el certificado de defunción: COVID pues es la moda, lo que evidentemente es muy lamentable pero estadísticamente es insignificante y muy distante de otras pandemias que han arrasado entre 200 y 300 millones de seres humanos como la gripa española, la peste bubónica, la viruela o el sarampión.
Lo he dicho antes y lo diré de nuevo: el mismo tratamiento político o periodístico aplicado a cualquier episodio de gripa estacional nos aterrorizaría tanto como la actual epidemia. Igualmente, la cartelización periodística de cualquier problema de salud importante, ya sea una enfermedad cardiovascular, un cáncer, la desnutrición, el sida, el aborto, el alcoholismo, la drogadicción, las enfermedades mentales o los efectos de la contaminación del aire, nos haría estremecer de pánico, ¡tanto o incluso muchísimo más!
Hoy sabemos que el COVID-19 es benigno en ausencia de patología preexistente.
Los datos más recientes de Italia confirman que el 99% de los fallecidos sufrían de una a tres patologías crónicas (hipertensión, diabetes, enfermedades cardiovasculares, cánceres, etcétera) con una edad promedio de las víctimas de 79,5 años (mediana de 80,5) y muy pocas pérdidas por debajo de los 65 años.
Existe otro problema, las estadísticas y pruebas locas: las tasas particularmente altas de complicaciones y mortalidad con las que nos atosigan día tras día no tienen sentido. A falta de un examen sistemático de la población, no disponemos de datos confiables para interpretar los datos que tenemos (número de casos notificados y muertes).
Esto es un aforismo de la epidemiología: si solo revisas las muertes, ¡lograrás una tasa de mortalidad del 100%! Si se analizan solo los casos críticos, se tendrá menos, pero aun así mucho más que en la realidad. Si se revisa mucho, se tendrán muchos casos, mientras que si se revisa poco, el número de casos será bajo.
La actual cacofonía no nos permite tener la más mínima idea de la progresión real del virus y su propagación.
Del mismo modo, y como lo he expresado en artículos anteriores, las proyecciones hechas para imaginar el número de posibles infectados y muertes son por lo menos delirantes. Se basan en un "forzamiento" artificial y máximo de todos los valores y coeficientes.
Están hechas por personas que trabajan en oficinas, frente a los computadores a través de modelos matemáticos con muy pocas variables de estudio y además no tienen ni idea de las realidades del campo ni de la infectologia clínica, lo que da lugar a ficciones absurdas.
Desgraciadamente, este es el verdadero lunar: si no fuera por los casos graves, la epidemia sería insignificante. Resulta que lleva a complicaciones raras pero terribles.
La existencia de estos casos graves (absurdamente estimados en un 15% de los casos, probablemente en realidad mucho menor) es lo que justifica no confiar simplemente en la inmunidad de rebaño. Así se llama el proceso por el cual cada persona que contrae el virus y no muere a causa de él se convierte en inmune, y así la multiplicación del sistema inmunológico lleva a un efecto colectivo de protección inmunológica.
En ausencia de un tratamiento para proteger o curar a los que son vulnerables (un medicamento o una vacuna) dejar que la inmunidad se construya dejando que el virus circule ha parecido una opción demasiado peligrosa. El riesgo para las personas vulnerables es tan grande que, dada la gravedad de las posibles consecuencias, éticamente no se puede defender y avanzar en esta dirección.
Nos encontramos atascados precisamente en esta complicada paradoja entre la gran inofensividad del virus y su extrema peligrosidad en algunos casos. Por lo tanto, adoptamos medidas absolutamente contrarias a las buenas prácticas: el testeo de los exámenes de detección de personas que pudieran estar enfermas y el confinamiento de la población en su conjunto, el uso masivo de mascarillas que aún sigue siendo motivo de debate por falta de evidencia clínica de peso en la población general, para detener la propagación del virus, pues solo proporcionan prevención de contagio cercana al 60% cuando reúnen las exigencias técnicas de rigor en su fabricación, situación que dista mucho de la realidad cotidiana en donde según estudios el 80 % de las mascarillas que se usan en nuestro país no sirven por carecer de condiciones técnicos y además porque se reúsan en promedio 5 días, no se saben manipular adecuadamente convirtiéndose en focos de otros microorganismos.
Estas medidas son en realidad draconianas, medievales y problemáticas, ya que frenan el número de contagios en el tiempo, pero pueden producir fenómenos de rebote potencialmente peores, además encierran a todo el mundo cuando solo se trata de una pequeña minoría.
Todas las recomendaciones de salud pública van en contravía de detectar el mayor número posible de casos y confinar solo los casos positivos hasta que dejen de ser contagiosos.
No suelo ser complaciente con las autoridades. He visto con demasiada frecuencia los estragos de la adulación y la cobardía como para caer en esa trampa. Aquí se oyen muchas críticas que me parecen injustas.
Nuestro sistema de salud no es realmente un sistema de salud, tenemos una industria de la enfermedad, que no es lo mismo. Nuestras respuestas en materia de salud son increíblemente anticuadas e incluso obsoletas. Nuestro gobierno es lento, lo que a veces también tiene sus ventajas.
Pero quiero expresar mi opinión de que la respuesta de las autoridades nacionales y municipales ha sido proporcional a lo que sabíamos y no sabíamos.
Cerrar todo conduce inevitablemente a un desastre económico y social. A falta de medios para aplicar la mejor estrategia (detección - contención - tratamiento), recurrir a un "confinamiento” es una medida arcaica, medieval e ineficaz, pero la única que podía adoptarse.
Cuando esta alucinación colectiva haya pasado será entonces el momento de hacer un riguroso análisis post mortem de las decisiones sanitarias y de tratar de entender qué pasó para que se haya podido generar esta increíble hecatombe social y económica.