Hace días descubrí un libro cuyo título me dejó perturbada: “Las hijas horribles”. Habiendo sido yo misma adiestrada por mujeres para ser una hija ejemplar y, a la vez, habiendo experimentado diferencias -algunas irreconciliables- con mis padres, aquel juicio me removió las entrañas: ¿qué hace falta para que a una hija se le cargue con el peso de ser “mala”, y, peor aún, “horrible”? Blanca Lacasa Carralón nos revela una nueva pero inmemorial forma de violencia naturalizada hacia las mujeres: la que se ejerce sobre las hijas.
Leyéndola recordé que en 2008 regresé de estudiar un posgrado en España, luego de haber ganado una de las tres becas que otorgó a Colombia el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), y habiendo iniciado un doctorado que terminaría años después, convirtiéndome en la primera doctora mujer en la historia familiar paterna y materna. Sin embargo, mi padre -progresista, librepensador y siempre amoroso conmigo- decía orgulloso a sus amigxs que yo había vuelto a Cartagena para cuidarlo. El desconocimiento de semejantes logros académicos me indignaba y, con furia, delante de quien fuera lo confrontaba: “¿por qué no traes a alguno de tus dos hijos varones para que te cuide?”. No había respuesta; había perplejidad en cualquiera que me escuchaba. Se asumía que yo, hija, a pesar de haber alcanzado mayores logros académicos que mis hermanos “debía” renunciar a mis aspiraciones profesionales y a un futuro prometedor para proporcionarle a mi padre lo que decía necesitar, como si de una deuda vitalicia se tratara. La expectativa social no era que yo siguiera rompiendo techos de cristal -siempre lo hice por mis propios medios- ni que tuviera independencia económica para seguir creciendo. ¿Por qué yo no podía aspirar a “tanto” y, en cambio, para mis hermanos varones este asunto no era, siquiera, un tema de conversación casual?
El libro pasa de la violencia generalizada a una más específica: la que infligen las madres a las hijas. El mantra de que “siempre se ha hecho así” ha cargado a las mujeres con el peso de los “infravaloradísimos cuidados”, como viene denunciando el feminismo hace años. Y también nos ha puesto un lastre moral y emocional asociado a lo que deber ser una mujer, que se transmite por línea materna, porque todas las madres hemos sido hijas. Para que los hombres puedan seguir disfrutando sus privilegios, las madres se encargan de que las hijas no se “descarríen” y se siga perpetuando el modelo. Si en algún momento de lucidez -ciertas madres la llaman con desprecio “rebeldía”-, las hijas luchan por su derecho a vivir su vida, ignorando las expectativas sociales, las madres inician una batalla encarnizada hasta que alguna de las dos gana. Si la hija conquista su libertad es probable que la madre apostate de ella y corte la relación, con las implicaciones emocionales que ello supone para ambas. Si, por el contrario, la madre logra someterla, controlando sus deseos y obligándola a ponerse el traje socialmente confeccionado para ella, se gestan relaciones tóxicas y violentas, sobre todo, en lo psicológico: chantajes, manipulación y un tristísimo repertorio emocional que las mujeres de todas las generaciones conocemos y normalizamos.
La condición de ser hija se asume como algo natural cuando en realidad es también un rol construido culturalmente que ni definición tiene. La autora habla de la “hijidad” que, por varias razones, suele generar una sensación de frustración, culpa y deuda eterna hacia las madres. ¿Por qué? Comparto algunas de las varias razones.
Primera: Sobre las hijas recaen unas expectativas tan altas que nunca llegan a cumplirse. Victoria Sau, citada por Lacasa, explica que en un sistema patriarcal “la madre debe hacer de su hija un ser obediente, cumplido, omnipotente, cuidadora, linda, perfecta, magnífica, inteligente y capaz”. Es decir, la convierte, por amor, en un ser oprimido que, además, debe amar a quien le pone las cadenas. ¿Cuántas podemos reconocernos en estas dinámicas imposibles?
Segunda: Muchas veces, las madres proyectan sobre las hijas lo que no pudieron ser o hacer: “lo que una madre buscará en su hija es un duplicado. (…) Y lo hará por pura prudencia, por genuina bondad, para que la niña encaje mejor en los estándares sociales. De ahí esa educación basada en el miedo, en ciertos mandatos colectivos y en unos extenuantes parámetros de perfección”. ¿Les suena familiar?
Tercera: Si las madres mueren o dejan el hogar, entonces, se presume que la hija, además, adoptará el rol de madre y hermana, todo al mismo tiempo.
Cualquiera de estas tres situaciones conlleva, indefectiblemente, a una sensación de fracaso y culpa con el que deben convivir las hijas.
Aquí no acaba la cosa porque el sistema que fomenta la violencia hacia las mujeres también la genera entre ellas mismas. La autora desvela otra violencia más, también normalizada: la de las hijas hacia las madres. La exigencia de perfección y ejemplaridad exigida desde niñas se perpetúa hasta la adultez, ahora desde el rol de madre, del “modelo a seguir”. A las madres se les pone en un “pedestal de omnipotencia, deidad y perfección” que, en realidad, las vuelve más frágiles. Y en cuanto haya un fallo, que lo habrá porque son humanas, “la que fuera diosa todopoderosa mutará en objeto de ira, rencor y hostilidad filial”. Y es que, en las culturas patriarcales, las madres son quienes más carga afectiva asumen y, en consecuencia, más sufre su salud mental. La madre se convierte en “un kilométrico muro de lamentaciones al que acudir una y otra vez en busca de culpables, ajustes de cuentas o juicios sumarísimos. La maternidad convertida, según Jacqueline Rose, en <<en el último chivo expiatorio de nuestros fracasos personales y políticos, de lo que está mal en el mundo>> y finalmente en la culpable <<tanto de los males del mundo como de la rabia que provoca siempre la decepción inevitable de una nueva vida>>”.
Hablar de acabar con la violencia hacia las mujeres implica generar cambios muy profundos en la sociedad y en las mentalidades, también desde el hogar y las relaciones interpersonales. En el caso que nos ocupa hay una “peligrosa confusión entre madres e hijas”. Sheila Heti, en su libro Maternidad, se pregunta: “¿qué diferencia hay entre ser una buena madre y ser una buena hija? En la práctica, muchas; en lo simbólico, ninguna”. Da qué pensar, ¿no?
Más allá de una crítica a las mujeres estas reflexiones nos proponen empezar a ser conscientes de las injusticias que el sistema patriarcal ha perpetuado, en particular, sobre madres e hijas y las relaciones que tejen durante toda la vida. Identificando los desequilibrios que se asumen como “normales” podremos trazar rutas de liberación, ojalá siempre, con amor y compasión entre nosotras.
*Artista y escritora, exdirectora del Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena.