Aquí en Colombia, por fortuna, existe humor y, por supuesto, mucha imaginación; por lo primero, se avanza en las dificultades al paso que un buen apunte o chascarrillo impide que tanta nefasta realidad lleve al desespero, al colapso y hasta a la violencia producto, ya no de ella misma, sino del tono en que invade, salpica y por decir mejor, hace que el común la padezca, directa o indirectamente; por lo segundo, se crean y se cree en unos mitos, que si no se ponen sobre alerta, sino se hace un análisis crítico de ellos, los aceptamos, los practicamos y, en suma, los hacemos propios. ¡¡Alerta!!
En época de grata recordación en Boyacá, en todo el país, las obras sociales se financiaban con la bondad, por la generosidad general; se organizaban bazares, onces de contribución, empanadas bailables y, por supuesto reinados; no en pocas ocasiones las cruzadas por la creación de un laboratorio de física o química en un establecimiento educativo se lograba merced a este mecanismo de participación ciudadana —así se ha de observar—; o, era posible ofrecer el acceso de alumnos de escasos recursos o, evitar la deserción educativa —existía ya conciencia sobre el derecho a la educación—; o, el evitar el cierre de un pabellón de quemados o de neonatos, ejemplos miles, todo ello gracias a la solidaridad social.
Los reinados los había de todas clases, sabores y alcances, desde el de la competencia entre barrios, los intercolegiados, los de ferreteros, paneleros, agricultores, escobitas, damas rosadas, las grises (…). En fin, lo importante no era ganar, ni exhibirse con programas de gobierno, ni mucho menos esperar retribución alguna; lo importante era competir y, por supuesto, hacer la buena colecta de dineros para la obra pía. Y, obvio, se sabía que no habría reconocimiento como reina en el sentido Inglés del término, ni se propendería por una monarquía constitucional, ni los familiares de las participantes, se constituirían o pretenderían constituirse en la Corte del ‘reinado’, ni se disgustarían por el resultado. Nada de eso, era un servicio social y hasta ahí. Lo recaudado se entregaba y así la obra era puesta en ejecución, era una realidad.
Y, así y así se rodó por el concierto social y, así, así, observamos la existencia de concursos de belleza en todas partes, los del café, los de Cartagena, los de blancos y negros. Todo un folclore, una manifestación cultural que fue infectada por la mafia y, luego, la cultura del narcotráfico que la arrolló y, de qué forma. Por poco, fuera de descalificar el evento cultural, lo acaban. Gracias a una operación social de amplio esfuerzo se logró casi una resurrección, siempre entre el humor y la imaginación.
De la competencia por ella misma, se pasó a la del lucro fácil, en la participación para lograr beneficios a un sector, tema cuasi contracultural; campeó la corrupción.
Ahora, mientras que los certámenes se desarrollan y, ojalá no atenten nuevamente en su contra, lastimosamente lo reinante son los males que agobian al país, entre pobreza, desazón y miedo, se ofrecen, se dan las reinantes cortes de aprovechadores del servicio público; existe un juego de cortes cuasi medievales en donde familias, con alguno de sus miembros condenados por deshonestas habilidades y hasta por crímenes de lesa humanidad, execrables crímenes, siguen merodeando el poder, haciéndolo propio, empoderándose y gozando de él, como si tal; en una postura, una tendencia exclusiva, excluyente, como si el poder fuera de genética tendencia. Nada les pasa, el fuero de ese sistema cortesano que se apropió del país allí está; los que creen y, se las creen que como el ‘Mesías’, perdón por la cita, son la salvación, la iniciación del mundo, de la sociedad, del Estado, en donde este sin ellos no pueden sobrevivir: unos Adanistas [1], toda una secta, pululan por doquier.
Entonces, sí hay reinados y cortes. Se han apropiado del poder, de los órganos de lo público, cooptado el Estado.
Se proponen reformas, más reformas; ajustes, más ajustes, siempre y cuando, a la hora de concretarlos, no se toque el imperio, que es grato y jugoso, rentable como la guerra que es de su estilo proponer. Y, volvamos, cambios que de tocar el imperio, se hallan bajo la amenaza del miedo y la hecatombe.
Se vende con empeño que, sin ese imperio, sin su presencia, no existe nada: solo inseguridad, oscuridad, pecado y caos. Y, nada pasa porque en la imaginería social así se ha posesionado la fuerza del reinado. El buen cortesano vende lo que el imperio desea, como la lucha de ideologías, la imposible llegada del comunismo; quien no esté de acuerdo con ese imperio, es impío, loco o delincuente.
Una imaginería de destrucción, un aplazamiento de decisiones de Estado, que se cambian por posturas personales y por supuesto, de lucro fácil. ¡Alerta! el reinado debe ser de la norma, del Estado y, de la democracia y esa debe ser la imaginería social y, el mejor chascarrillo contra la corrupción.