Un bueno para nada que por pudor o conveniencia política no es nombrado como ministro o secretario de despacho, de inmediato se convierte en asesor. Es el inicio de una pesadilla mutuamente convenida entre el príncipe y potencial áulico.
El presidente, los alcaldes, los ministros o cualquier responsable de entidad pública saben de la inutilidad de los asesores, saben también que un asesor es un incompetente o un amigo problemático al cual resultaría costoso y riesgoso asignarle un cargo de responsabilidad.
Cada vez que se quiere dilatar la resolución de un problema irresoluble se crea un asesor para el tema. Todo gobierno siempre se inicia con el nombramiento de toda suerte de asesores y consejerías. Una fronda de “ministros o secretarios sin cartera”, pero con buenos sueldos, buenos para todo, buenos para nada.
Las obligaciones y responsabilidades de un asesor son un mar de generalidades, tales como, “Asesorar al Presidente de la República en el diseño, implementación, seguimiento y evaluación de la política nacional de…; Coordinar la realización de espacios de interacción y diálogo social permanente; Recomendar la implementación de los mecanismos de gestión y coordinación entre los diferentes actores sociales; Coordinar a los actores gubernamentales que intervengan en la implementación de…; Las demás que le correspondan de acuerdo con la naturaleza de la dependencia”. Con entusiasmo desbordado el asesor acepta las responsabilidades que le pongan, lo importante es que ya está adentro.
Ser asesor puede significar que incide en todo o en nada. Quienes buscan favores del príncipe muy pronto descubren que la ruta no es el asesor, sino el responsable verdadero. El asesor lo complica todo, todo lo enreda, no es más que un tramitador, lo fácil lo hace difícil, amparado en la ilusión de que controla los hilos del poder y que le habla al oído al presidente, lo cual pregona a los cuatro vientos.
No falta tampoco el acucioso asesor que induzca al soberano al error, como alguno que ingeniosamente se le ocurrió decir que un tal paro no existía. Hoy sigue en el cargo y las encuestas en caída libre.
Los asesores son objeto de toda suerte de usos y abusos por parte del príncipe que los nombra. En unos casos es utilizado como avanzadilla de lo que el mandatario quiere hacer, pero prefiere ensayar el recibo que tendrá en la opinión. Por ejemplo, el asesor de Seguridad Ciudadana declaró que de ser necesario se cancelaría el campeonato nacional de futbol ante el horror de la violencia que invade los estadios. Ante el rechazo de tan descabellada idea, el presidente Santos lo desautoriza y anuncia que por ninguna motivo se cancelará el campeonato nacional y que el futbol debe convertirse en un factor más de cohesión de la unidad nacional y de la prosperidad democrática. El asesor guarda silencio, se mantiene en el puesto y en privado se le da un alentador golpecito en la espalda. http://goo.gl/jNxn30
La mayor desgracia para un asesor, que ilusamente se tome en serio su cargo, es encontrar un presidente o alcalde omnipresente, omnisapiente, mesiánico, predestinado, sabelotodo, tuitero, engreído de que le cabe el país y la administración en la cabeza, como son la inmensa mayoría hoy. Ese presidente o gobernante local no le interesa para nada escuchar a nadie, quiere que lo escuchen y le den aprobación a todas sus ocurrencias e iniciativas de transformación.
El desoído asesor pronto descubre que su papel debe ser otro: convertirse en un áulico, que con palabras seleccionadas del “Manual del Súbdito Ejemplar”, obsecuente apoye todas las iniciativas o dislates del príncipe, por descabelladas e incoherentes que ellas sean. Su cabeza adquiere pronto un tic muy particular, semejante o idéntico al del perrito que vemos en muchos taxis y que mueven incesantemente la cabeza, siempre en sentido afirmativo. Ese es su doloroso y trágico destino.
Todo asesor en lo más profundo de su corazón aspira a que un día lo nombren ministro, secretario, director de algo, o un destierro buscado en un cargo diplomático. Para cumplir su recóndito propósito desarrolla una infinita capacidad para saber esperar, para aguantar descalificaciones y soportar el silenció ante sus ocurrencias e iniciativas. Estoicamente escucha los comentarios de pasillo que lo señalan de ser un impertinente, un pesado, un disociador, un corre y dile, que vive pavoneándose y alardeando de su cercanía con el presidente, alcalde o director.
Al final de su gestión, a la mayoría los invade la más profundo soledad y decepción. Aburridos de desplantes y de no ser consultados terminan renunciando, peleados con el príncipe y achacando a otros el fracaso de su gestión. Declara que se va “cansado y hastiado”, “por lo que considera señalamientos desobligantes que se hicieron en su contra, entre ellos el de ser quien manejaba el poder en el despacho”. La máxima, asesor echado, enemigo declarado, se cumple con precisión de relojero.http://goo.gl/Kfn1Qm
En la soledad del desempleo, el exasesor dolorosa y tardíamente descubre que la verdadera razón de su fracaso es que su antiguo jefe padece una enfermedad incurable: otitis testicular. http://goo.gl/cN7NHw
Confesión de parte: declaro, y me acojo a sentencia anticipada, que fui durante tres años (2004-2007) asesor del Despacho del Secretario de Educación de Bogotá.