Por estos días en Colombia debe estar retumbando en los parlantes de algún radio una canción de esas que, usualmente, invitan a los nacidos en ese país a levantar el codo. Escuchar algunas canciones en Colombia es señal de que la llegada del mes de diciembre es algo ineludible. Esa música que no conoce el significado de la estratificación absurda que vive una nación tan desigual como la mía. Esas melodías que se bailan en casas donde la opulencia está a flor de piel y se corean en moradas donde la miseria habita. Así es, les hablo de esas composiciones que están en sus cabezas en este momento. Exactamente les hablo de esos éxitos de los Pastor López, Los Hispanos, Los Corraleros de Majagual, Diomedes Díaz y muchos otros.
Pero como no todos los colombianos vivimos en Colombia sino, por el contrario, cada día un número mayor de los mismos nos radicamos en el exterior, les vengo a hablar de la nostalgia y felicidad decembrina de más de 6 millones de compatriotas. Para esto hay que ver las dos caras opuestas, los dos lados de la moneda. Porque, lamentablemente, en este caso no hay un final feliz para todos.
Por una parte está la faceta maravillosa de la felicidad. Ese rostro emotivo con el que, a fines de año, vuelven a sus casas millones de colombianos después de haber pasado meses o años sin ver a los suyos. Esos colombianos que cuentan las horas para abordar un avión o colectivo que los haga volver a estrecharse en los brazos de sus seres queridos. Esos que al pasar migraciones empiezan a sentir un nudo en la garganta que hace que sus voces se entrecorten. Una vez que están llegando, ellos finalmente entienden el valor emocional del pedazo de canción que nos dejó el maestro Varela para la eternidad: mi pueblo natal. Ellos, seguramente, pasan los días más felices en mucho tiempo. Ellos gozan del incalculable precio que tiene el estar en su país; ese país hermoso que tanto se extraña estando lejos. Ellos, a quienes una cucharada de ajiaco o una bandeja paisa los hace soñar. Ellos que descubren que las lagrimas ocasionas por la alegría sí existen en ese país desangrado, aunque sea difícil de creer.
La parte triste la viven otros millones de colombianos que deben pasar lejos las fechas que, usualmente, se celebran en familia. Aquellos que por temas económicos, laborales o de cualquier otra índole deben quedarse viviendo el frío atroz de Nueva York y Madrid, o el calor incesante de Buenos Aires y Sidney. Esos que deben adaptarse a pasar esas fechas con costumbres diferentes. Esos que ese día tienen millones de recuerdos en su cabeza y una mirada triste. Esos que añoran fundirse en los brazos de sus padres, hermanos, hijos y familiares. Aunque en este caso, también, los terceros allegados lo viven particularmente. Los familiares de estas personas deben ver llegar la noche y escuchar como la frase “Vamos a brindar por el ausente, que el año que viene esté presente” hace que las lagrimas recorran las mejillas de los que, todavía, lo llevan en lo más profundo de sus corazones.
También existen los colombianos que ya no extrañan ese país, por supuesto. Y en este grupo contamos a los que sienten vergüenza de haber nacido allí. Esos a los que Colombia les hizo daño o simplemente no lograron sentir amor jamás por ese paraíso repleto de corruptos. Y en ese grupo probablemente esté yo. No por sentir vergüenza o no amar a Colombia. Puedo estar ahí porque siento despecho de ver cómo unos pocos hacen que 6 millones de nosotros debamos estar lejos de nuestros familiares. A esos colombianos que, como yo, sentimos que esté exilio por temas de oportunidades laborales, académicas o de cualquier otro tipo es injusto. Esos que estamos afuera y soñamos con volver algún día, pero que sabemos que ese día está lejos. Simplemente porque Colombia sigue siendo el mismo patio trasero de los mismos de siempre.
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