Al fijar la mirada en el pasado reciente de Latinoamérica, mediados del siglo XX, es evidente que Chile, Nicaragua, Guatemala, entre otros países, convirtieron el terror en la mediación esencial entre el Estado y la sociedad. En otras palabras, el eje fundamental de la relación entre el Estado y la sociedad fue la violencia como acto de dominación, o del mantenimiento de la misma. Esta violencia política con fines racionales —que no fue el producto de unas mentes enfermas— se realizó a través de decretos represivos que “legalizaban” el terror como recurso extremo para la defensa de la democracia y sus instituciones.
Es evidente que en Colombia se están repitiendo los problemas de ese pasado latinoamericano. El eje fundamental de la relación entre el Estado y la sociedad, durante el paro nacional, ha sido la violencia como acto de dominación. Para comprobarlo, basta ver la lista de las personas asesinadas y desaparecidas a manos de la fuerza pública con la ayuda de los sectores civiles más derechistas, y los centros clandestinos de detención y de tortura. Sin embargo, para ejercer una violencia sin límites, legalizar el terror y tener como justificarlo, al gobierno de Uribe—Duque le hacía falta algo.
Ese algo, como sucedió en las dictaduras del pasado latinoamericano, llega a través de un mandato, en este caso, el 575 del 28 de mayo de 2021; conocido como el decreto de “asistencia militar”. Este tiene como fin el paso de la violencia de Estado, al terrorismo de Estado. Todo amparado en una ficción de legalidad. Con este mandato el gobierno Uribe-Duque convierte el terror en la mediación esencial entre el Estado y la sociedad, con la intención de mantener una estabilidad política. Empero, una estabilidad política verdaderamente democrática debe alcanzarse a través del consenso con sus ciudadanos, con su pueblo, y no a través del amedrentamiento, ni la aniquilación de su voluntad de resistencia o de transformación como está pasando durante este gran paro nacional.
El gobierno Uribe-Duque, a través de sus fuerzas armadas y de la fuerza pública, las cuales se han convertido en el eje sustancial de su poder político, utiliza el terror para producir en la sociedad una impresión de que el Estado es inexpugnable y de que cualquier forma de resistencia es inútil, estéril y sin sentido, y solo los conducirá a la cárcel, a la tortura y hasta la muerte. En un Estado como éste, en donde las acciones del mismo no están apegadas a una legalidad democrática, ni sujetas, como se ha comprobado con la fiscalía y los organismos de control internos, a una vigilancia por parte del mismo, solo le queda a la sociedad civil el camino de la resistencia. Una resistencia que no degenere en violencia, ni en terror.
Alguien le debería recordar a este régimen, que lo único que está demostrando con la utilización de la fuerza del terror, de su terrorismo de Estado, es la profunda debilidad que los agobia y ha agobiado a todas las dictaduras del pasado latinoamericano. La sociedad civil debe estar atenta —con la ayuda de la historia latinoamericana— a que no se repitan las viejas tácticas del manual de las dictaduras y se empiecen a realizar por parte de las fuerzas represivas, como en Chile, lo que llamaron la “caravana de la muerte” en busca por todo el país de opositores para exterminarlos y más ahora, que se busca frenar el auge popular y ocultar la crisis política en la que estamos inmersos.