Esta semana ha sido tensa, especialmente en Bogotá y municipios aledaños. El lunes amanecimos con la amenaza de un paro de transporte convocado por conductores a quienes se les ha suspendido la licencia de conducción por reincidencia en faltas al Código de Tránsito y con la admonición de uno de sus dirigentes, que advertía a todo propietario de vehículo (público o particular) que si salía a las calles se atuviera a las consecuencias. En efecto, en desarrollo de esta “protesta” han sido vandalizados más de 50 vehículos de todo tipo, desde apedreamiento a sus vidrios, manchones con aerosol, pinchada de neumáticos, obligando a los conductores a atravesarlos en la vía para impedir el libre tránsito de los ciudadanos.
A lo anterior, se sumaron estudiantes de las universidades Distrital, Pedagógica, Nacional y hasta la Javeriana, protestando en algunos casos por presunta corrupción al interior de las entidades y en otros sin razones claras, aunque algunos voceros hablan de exigir mejor calidad en la educación y otros argumentos comunes a estas protestas desde los años 60. No hay una organización de la protesta que haya determinado unificar las acciones, no hay ningún nexo de causalidad entre el paro de los transportadores infractores y las explosiones de violencia en las universidades; estas parecieran darse de manera espontánea y sin un objetivo definido, pareciere ser que el único fin es convertir las calles en escenarios de confrontación contra el Estado y las instituciones que lo conforman, incluida la fuerza pública.
Lo sucedido guarda más relación con las teorías de la anarquía que con el transcurso de una protesta encausada a conseguir algún fin benéfico para una parte de la sociedad o para toda ella. Hay un verso de algún pensador anarquista que reza: “Ármate y sé violento, hermosamente violento, hasta que todo reviente. Porque recuerda que cualquier acción violenta contra estos promotores de la desigualdad está plenamente justificada por los siglos de infinita violencia a la que nos han sometido”. Ese parece ser el principio justificante de las protestas en Colombia en el último siglo.
No de otra manera se explica cómo un estudiante universitario tenga la sangre fría para lanzar artefactos explosivos o incendiarios no solo contra la policía sino contra inermes ciudadanos como se vio este miércoles cuando dos individuos lanzaron en la calle 72 explosivos contra un cajero automático de una entidad financiera, causándole lesiones a una ciudadana que realizaba allí una operación bancaria; esa señora es una modesta trabajadora, ni representa el poder político, mucho menos el militar o el financiero, pero irracionalmente la convirtieron en objetivo de la “ira acumulada”.
¿Puede racionalmente justificarse este hecho? Para los anarquistas, el ejercicio de la violencia política no es un fin en sí mismo, es una de las múltiples herramientas que buscan atacar y desestabilizar toda forma de autoridad, coincidiendo en ello con los Grupos Armados Organizados (GAO), que predican la combinación de todas las formas de lucha, armada y política, para la toma del poder y la instauración del socialismo como modelo político de Estado; a diferencia, los anarquistas no luchan por ninguna clase de Estado, proclaman abolirlo. Los conceptos mismos que definen esta anarquía violenta son contradictorios; el anarquista dice erradicar la violencia de las relaciones sociales al tiempo que reivindica el ejercicio de la violencia en su lucha por la libertad absoluta, por eso debe destruir todo modelo de sociedad, institucional o de estado; justificando esa violencia al decir que es necesario diferenciar entre una violencia y otra, entre el recurso para perpetuar un estado de cosas inaceptable para la dignidad humana y el acto liberador herramienta de los oprimidos; así la violencia anarquista es ética, se justifica, pero la violencia de la sociedad o el Estado para controlarlos no es otra cosa que represión inmoral.
Estos grupos anarquistas no persiguen un objetivo ideológico socialista o democrático, el fin último es la destrucción violenta de toda forma de organización que coarte la libertad plena del individuo. Para ellos, todos los modelos de gobierno son incapaces de dar respuesta ante demandas populares que en otra coyuntura no hubieran significado mayor conflicto, o cuando su debilidad política y su incapacidad de lograr consenso de los de abajo lo arrinconan, se desata la represión. Pero junto a estos grupos anarquistas, actúan las bandas criminales organizadas que sí tienen una plataforma o proyecto político, los GAO; incentivan esa violencia y muchas más para desestabilizar el modelo social y político y crear condiciones de ingobernabilidad que permitan llegar a lo que denominan estadio de insurrección al agravar la percepción de insatisfacción y duda frente al modelo de gobierno.
El gobierno es incapaz de controlar y neutralizar esas manifestaciones violentas y por ende no es garante de la seguridad de sus ciudadanos, lo que justifica defenestrarlo y “avanzar” al modelo socialista que se presenta como alternativa. En Colombia, sin embargo, no es ese el fin de los GAO y los aparatos políticos que incentivan la violencia; no es el socialismo que plantearan Marx, Engels, Lenin y los demás desarrolladores del “socialismo real” fracasado estruendosamente en todo el mundo; nuestra situación es más compleja porque aquí se imbrican el discurso ideológico con la praxis narcoterrorista, como ocurre en casi todos los países que abrazaron el socialismo del siglo XXI y hacen parte del Foro de Sao Paulo, como respuesta a la caída del modelo socialista.
Es cierto que hay situaciones de injusticia e inequidad que justifican la protesta social, pero ordenada y respetuosa de los derechos colectivos; no se justifica que un grupo social, político o de cualquier orden vulnere los derechos a la movilidad, a la paz y la tranquilidad, con acciones violentas como impedir el tránsito, romper o dañar el mobiliario público o privado, atentar contra medios de transporte o contra las instituciones, como la Policía, para exigir que se cumplan o amplíen los derechos o prerrogativas de ese sector. La violencia vivida en Bogotá esta semana es una tibia réplica la de que por décadas han vivido diversas regiones apartadas y donde, ante la ausencia del Estado, los grupos criminales han impuesto su ley para desarrollar sus actividades delincuenciales; hoy se mantiene el mito de los “paramilitares”, por ejemplo, para justificar la violencia de los GAO, aunque no existan enfrentamientos, asesinatos u otros delitos como resultado de la confrontación ideológica, sino del conflicto por el control territorial entre ellas mismas. Existen grupos criminales empeñados en destruir el modelo social y político para imponer un narcoestado.
Si se mira la calidad de las víctimas de los últimos meses no hay diferenciación ideológica clara, pero hay un denominador común en todas ellas: se han opuesto a los métodos de terror de los GAO y Bacrim, están de acuerdo con la erradicación de narcocultivos y de la minería ilegal por su impacto ecológico, renunciaron a la violencia como mecanismo político y apoyan la institucionalidad. Politizar la calidad de víctimas es el peor error que la clase política comete en tanto justifica las acciones de los violentos. Esta situación, sin duda, merece la reflexión y la acción de toda la sociedad, para que la Constitución y la ley primen en la resolución de los conflictos, y no que estas se conviertan en mercancía de cambalache para impedir la acción de los violentos amparándose maniqueamente en las necesidades insatisfechas de la población.