La actual pandemia ha puesto en evidencia lo peor de nuestro individualismo, manifestado, por ejemplo, en consumo compulsivo orientado por el miedo, incremento de la desconfianza, necesidad exasperada de atención, acciones discriminatorias, etcétera, pero también ha empezado a mostrar la necesidad de reconsiderar nuestras creencias individuales, a partir del predominio de valores colectivos. Muchos temas que hasta hace poco considerábamos centrales como nuestras diferencias étnicas, de género y sexuales, hoy parece que han pasado a un segundo plano, como consecuencia del virus que azota la humanidad.
Incluso resulta curioso ver cómo el tema de las desigualdades, tan centrado en las lógicas del reconocimiento, hoy vuelve a plantearse a partir de lecturas redistributivas, que ven en esta perspectiva una alternativa para devolverle el rumbo económico y social a unas sociedades que lo perdieron, por ir tras las veleidades y los cantos de sirena del neoliberalismo. Hoy es la supervivencia de la especie y los problemas que se le desprenden (como los efectos del cambio climático y el deterioro ambiental) los que parecen tomar la posta entre las grandes problemáticas sociales.
Tal vez requeríamos de un momento de distanciamiento y de pérdida de contacto individual y grupal para observar de otra forma nuestras prioridades. Situación paradójica esta de interrumpir nuestra sociabilidad y la dinámica de nuestros vínculos sociales para entender lo que hace que verdaderamente nos mantengamos juntos, la adscripción a colectivos y comunidades.
Puede ser también que lo que antes pensábamos era la fortaleza de nuestros vínculos, hoy se relativiza y estos se nos presentan frágiles y poco efectivos, pues ya no pueden —dadas las condiciones actuales— brindarnos mínimas seguridades, reconocimiento, protección, ni trabajo. A lo mejor, lo que se está poniendo a prueba es el tipo de vínculos que construimos a nivel familiar y personal. El modo en que llevamos y alimentamos nuestras relaciones.
El confinamiento al parecer está generando un efecto de choque, pues está llevando al extremo nuestro propio individualismo. Estar solo y sin contactos se está volviendo cuestión de vida o muerte. Ironías de nuestra propia naturaleza social, que hoy miran con preocupación psicólogos y sociólogos que solo están observando, tal vez por la rutina misma del oficio, rupturas en el tejido social, pérdida de cohesión e incremento de los problemas de salud mental. Dificultades que además buscan resolver, con más consumo, una dosis de control y obediencia, autosatisfacción sexual, terapias virtuales y mucho, mucho, entretenimiento.
Quizás el árbol exuberante y firme en que al parecer se había transformado nuestra individualidad no nos estaba permitiendo ver lo colectivo. Este último, oculto y desdibujado por la proyección de nuestros propios egos. No obstante, y después de unos pocos meses, la construcción de nuestra individualidad no resultó ser tan fuerte y frondosa como la pensábamos. Poco a poco hemos notado lo mucho que necesitamos de la sombra de los otros y lo endeble que resulta ser —en estas circunstancias— nuestra pretendida autonomía individual.
Una de las cosas que nos está dejando esta pandemia es quizá la de retomar la vieja escala que les dio vida a las ciencias sociales, donde la medida de la vida social estaba dada por el predominio de lo colectivo sobre lo individual. Sin embargo, es posible, como lo decía Llinás y como de hecho ha sucedido con otras pandemias que han azotado la humanidad, que después de que el virus se controle, en pocos meses lo olvidemos todo y volvamos a hacer de nuestras vidas individuales el centro del mundo. Al fin y al cabo, solo somos hombres y mujeres de nuestro tiempo.
¡Amanecerá y veremos!