De la obsolescencia programada a la estupidez programada

De la obsolescencia programada a la estupidez programada

Parece que entre más dependencia nos genera la tecnología más propensos somos de quedar relegados

Por: Carlos David Martínez Ramírez
junio 17, 2020
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De la obsolescencia programada a la estupidez programada
Foto: PxFuel

Para estos días en los que las vivencias en escenarios virtuales cobran mayor relevancia, quiero compartir algunas reflexiones que, muy seguramente, muchos colombianos hemos experimentado al ser víctimas de la obsolescencia programada, del marketing ultrasofisticado con la incorporación de la inteligencia artificial y del machine learning, y de la dependencia a ciertos tipos de software, lo cual me atrevo a denominar, desde ya, la estupidez programada.

Varios años atrás reté a dos sobrinos que rondaban los diez años, para este entonces, cual tío aburrido y fastidioso: “le doy dos mil pesos a quien me resuelva más rápido la siguiente multiplicación… (de un dígito por un dígito)”, no supe si reír, llorar o admirarme por la sapiencia de la respuesta consecuente: “¿para qué esforzarnos si existe Excel o una calculadora?”. No voy a entrar a debatir sobre la pertinencia del razonamiento cuantitativo en nuestras vidas, solo voy a destacar que los peligros de depender de máquinas (hardware) o software no son algo nuevo, y, además, creo que cada vez es más fácil tomar conciencia de ese tipo de dependencias, no porque seamos más conscientes que antes, sino porque cada vez es más común, aunque también dicen que para el pez es más difícil ver la pecera.

En el historiador israelí Yuval Noah Harari se puede encontrar uno de los análisis contemporáneos más interesantes sobre los riesgos de la tecnología; este pensador llegó a afirmar, el 29 de agosto de 2018, en una entrevista para El País, que la tecnología permitiría hackear a los seres humanos. Foucault ya anticipaba algo de esto en el siglo XX con el concepto de biopoder. En mi opinión ya estamos siendo hackeados en la interacción con nuestros portátiles y nuestros teléfonos inteligentes, y no solamente por cómo analizan nuestras conversaciones y nuestras interacciones digitales con inteligencia artificial y machine learning, sino por la recurrencia de condicionamientos de los cuales podemos ser más o menos conscientes.

¿Usted se ha fijado cómo su celular se vuelva cada vez más lento y cada vez requiere más actualizaciones? Lo mismo pasa con los computadores desde décadas atrás, antes nos obligaban a comprar un nuevo computador porque no se podía instalar un procesador de una “nueva generación” en un main board anterior porque no era compatible, hoy ni siquiera es claro para muchos porque se considera importante comprar un nuevo teléfono inteligente de vez en cuando, aunque acá también caben explicaciones psicológicas, incluso con mayor pertinencia que las de base tecnológica.

Hace diez años me sentí ofendido en lo más profundo de mi ser, como decimos los cachacos melodramáticos, cuando quise tener una versión anterior a la “vigente” de Windows y ni siquiera exigiéndolo al proveedor de mi computador fue posible; también me dio una ira brutal cuando verifiqué que el celular que usaba empezó a fallar al mismo tiempo que el que usaban familiares y amigos cercanos quienes habían adquirido la misma versión en fechas cercanas a la misma en que yo también lo había hecho; para mí estos eran casos de obsolescencia programa que representaban un atropello a los usuarios.

Lo peor de todo, para mí, era la sensación incomoda de no poder caracterizar si se estaban violando mis derechos como consumidor o si se trataba de una consecuencia natural de un libre mercado que debía bendecir por obligarme a mejorar mis herramientas de comunicación y de trabajo.

En mi labor como docente en escenarios virtuales, hace diez años, yo usaba avatares y vokis en entornos virtuales muy fácilmente, y podía acceder a herramientas gratuitas de muy buena calidad para administrarlos, hoy esas mismas herramientas cuentan con versiones gratuitas de muy baja calidad y si quiero acceder a los mismos servicios de antes tengo que pagar.

Recientemente sentí una rabia similar a la de hace varios años atrás al experimentar que empezaron a fallar, al mismo tiempo, los correctores de ortografía de mi procesador de texto en mi computador, en mi correo electrónico y en mi teléfono inteligente (el cual a veces se pasa de inteligente, incluso escuchando conversaciones que no quiero que escuche e interacciones que no quiero que presencie, lo cual estoy seguro de que ocurre, y no me refiero a un organismo de inteligencia estatal, me refiero a software que combina inteligencia artificial y machine learning para predecir mis hábitos de consumo).

En esta oportunidad tuve una suerte de epifanía, entendí que el siguiente paso sería que mi propio software me empezaría a presionar para adquirir nuevo software y apps, sin necesidad de obligarme a cambiar de hardware, incluso software que siempre he dado por sentado como una herramienta gratuita (en este caso el corrector de ortografía); sentí en carne propia lo que Harari podría denominar como un hackeo de un humano; y lo que fue peor, sentí que mi ortografía no era tan buena como yo lo creía cuando usaba un corrector automático; claro que asumo la responsabilidad de mi ignorancia, y la entiendo como problemas asociados con dificultades de lectura y escritura, pero, también me quedó la sensación de que ya no programaban las máquinas para ser obsoletas, sino que las máquinas empezaron a programar a los humanos para ser estúpidos.

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