De la memoria del dolor a la memoria del perdón

De la memoria del dolor a la memoria del perdón

"Perdonar es un acto para liberarnos del dolor y sobre todo para liberarnos de la dependencia enfermiza del sufrimiento"

Por: Pedro Conrado Cúdriz
enero 07, 2020
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De la memoria del dolor a la memoria del perdón

“Alguien tiene que perdonar para que se acabe la guerra”.

La guerra colombiana es tan repugnante como es repugnante olvidar que los que la hacen están armados hasta los dientes y la mayoría de las víctimas desarmadas y sin poder defenderse de los agresores. El desplazamiento y la orgía de sangre nacional son ejemplos recientes de esta repugnancia y enfado. No se huye solo para no morir, se huye para evitar el olor pútrido de un Estado que permitió la muerte salvaje de sus hijos.

La muerte reemplazó el sentimiento de orgullo nacional por otros más escabrosos: el de la impotencia (miedo), la rabia y el odio. Entonces, dejamos de recordar los pormenores de la historia nacional y nos concentramos en los traumas psicológicos de las víctimas, en el amor y  la dignidad personal. Los traumas psicológicos “que sufren los supervivientes, dice David Rieff, pasa a dos y acaso a tres generaciones subsiguientes” (Contra la memoria).

La memoria funde en este caso de máquina conservadora de hechos, fechas, traumas y crímenes, en vez de reconocer que el enemigo fue y es el gobierno de turno, el Estado total, quien fue el que permitió que la historia la hicieran los enemigos del bienestar social, los enemigos del hombre. Reflexionando sobre estas cosas, uno termina pensando que no existe el bien ni el mal, porque quien existe es simplemente el hombre.

Sin pretensión alguna recuerdo entonces lo que en su momento decía Leszek Kolakowski: “Podemos imaginar la hermandad universal de los lobos pero no la de los hombres, pues las necesidades de los lobos son limitadas y definibles y por lo tanto no es inconcebible que queden satisfechas; en cambio, las necesidades de los hombres no tienen límites que podemos determinar”.

Es cierto que las naciones se hacen de recuerdos, pero también es cierto que se hacen de renuncias, de estados transitorios, de imágenes soportables e insoportables, de odios profundos, de muertos, de descuartizamientos en nuestro caso, de violaciones sexuales, de obsesiones finales, de mentiras, de estatuas y próceres, de olvidos. Y de este último es que la historia se alimenta para que los perpetradores de la muerte sigan en el gobierno, o detrás del poder de Estado. Eso es tal vez lo que los paramilitares querían decir cuando hablaban de “refundar el Estado o la patria”. Principio y fin de la nación.

Es lo que querían y quieren todavía: destruir el mito de la democracia para imponer el miedo y cogobernar como si nada hubiera pasado en el país, porque por lo banal nos han hecho creer que nada pasó. Fueron cómplices de ellos varios gobiernos, expresidentes, policías y militares, y nada pasó. “Había que defenderse”, decían los ganaderos y terratenientes. Teníamos patria pero no Estado y había que refundarlo por débil, frágil, impotente e inepto, por la defensa de “los intereses más sagrados” de la nación.

Estos recuerdos históricos son pertinentes hacerlos para no fundar un olvido de hierro, igual para dejar perfectamente claro que la reconciliación y el perdón necesitan de estas fotografías crudas del pasado para dejar que los ofendidos dejen de ser los fantasmas que deambulan por la vida todavía muertos de dolor.

El mundo tiene sus “pesadillas morales” (Avishai Margalit), males radicales que nos obligan a construir una memoria especial compartida contra el mal del olvido histórico. “Al recordar y contar, nos dice Margalit, evitamos que el olvido mate a las víctimas dos veces”. Olvidar la condena al relativo hecho de los recuerdos circunstanciales, a los incidentes de la historia local, regional, o nacional. “Estaban en el lugar equivocado”, dicen las voces indolentes y cómplices. Pero no podemos olvidar que el Estado colombiano fue el que dejó a las víctimas en manos de los violadores de los derechos humanos.

Sin embargo, los recuerdos de Segovia, La rochela, Trujillo, o del mismo Santo Tomás de Villanueva, lugares de masacres y crímenes atroces, resumen la muerte individual de tanta víctima inocente en el país, como ocurre hoy con los crímenes contra los líderes sociales y de derechos humanos.

El dilema que apremia a los supervivientes y a los agentes de la institucionalidad nacional, está entre decidir sí es el olvido o los recuerdos los que pueden sanar el cuerpo de los ofendidos. El Estado dice que el olvido. El problema hay que dejar de plantearlo como dilema y asumirlo de otra manera: como necesidad de perdón. Odiar al ofensor es fácil; pero perdonarlo no es tan fácil. Media la hondura del dolor, la angustia de vivir el presente sin el ser asesinado y la capacidad de comprender que el dolor del odio es agotador, pero que también es como la muerte, que nos va secando el alma y aislándonos de los otros; es, para decirlo sin ambigüedades, una llaga incurable.

En Sudáfrica el perdón fue más fácil porque allá casi todos, víctimas y victimarios, tenían entre pecho y espalda un crimen, pero entre nosotros, los ofendidos jamás habían cargado un arma en sus vidas, mientras los criminales habían asistido a Escuelas de entrenamiento para aprender a matar cerdos y descuartizar seres humanos.

Quizá Czeslaw Milosz tenía algo de razón cuando aseveraba que “es posible que no haya otra memoria que la memoria de las heridas”, pero esto puede incluir el peligro de la veneración del sufrimiento de las víctimas. Uno no se puede pasar la vida aludiendo a estos recuerdos de muerte, sin el peligro de enfermarse mentalmente. El perdón, independientemente de los actos de la justicia contra los perpetradores, es una ventana a la sanación, al fin de la obsesión del sufrimiento, o a su idolatría sin fin. Perdonar es otra mirada, ir más allá del congelamiento de las circunstancias históricas del crimen, y es la voluntad radical del olvido activo o consciente para acabar con el dolor intenso, el odio y los resentimientos provocados por los criminales.

Entonces dejaremos de considerarnos no víctimas, sino seres frágiles e impotentes del Estado nacional. Perdonar es un acto para liberarnos del dolor y sobre todo para liberarnos de la dependencia enfermiza del sufrimiento. No es que la vida deje de ser, o de continuar, es que la existencia humana está hecha de dolor, de ausencias, de alegrías, de sufrimientos, de rupturas y felicidades. Algunos provocados otros por accidentes. Y está hecha de debilidades y también de resilencias, o del poder humano de recuperarse de las tragedias que ensombrecen la existencia de los hombres.

Nosotros esperábamos que el Estado nacional se mostrara solidario y en un acto extraordinario rindiera perdón al país o se mostrara arrepentido de las equivocaciones, las complicidades con los criminales y su impotencia para proteger la vida de los colombianos. Eso es lo que uno espera del Estado. No espera otra cosa diferente al reconocimiento de su ineptitud. Es el perdón, solo el perdón, que el Estado nos pida perdón. Solo eso, nada más el perdón.

Para terminar diré lo que dijo Karl Kraus: “El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres”. O para parafrasearle: Dios es optimista si pretende hacer más buenos a los hombres. Todo está en nosotros.

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